Ha sido justo ahora, leyendo un libro de Manuel Vilas, cuando se ha encendido una luz, y ha acudido a mi memoria aquella estancia, de mayor o menor proporción, que tenían las casas de hace unas cuantas décadas: aquellos cuartos que solían estar al lado de la cocina, donde eran guardadas ollas, pucheros y sartenes a la vez que un batiburrillo con todo tipo de alimentos. El libro de Vilas es una incursión en lo que fue, o pudo haber sido, la vida de sus padres, en una época en la que aún no existían los frigoríficos, y tampoco abundaban los muebles de cocina, de manera que, en un momento determinado, el autor hace alusión a las despensas.

En ellas se guardaba todo aquello que tenía que ver con la intendencia, con la cosa de la comida, pues, aunque algunos dispusieran de alguna de aquellas vetustas neveras, alimentadas a base de hielo, la mayor parte de los cacharros y viandas se les ubicaba en las baldas y las hornacinas de las despensas.

Recuerdo que, en casa de mis padres, la despensa era una estancia pequeña, con un diminuto ventanuco, que apenas dejaba pasar la luz, pero que permitía que entrara algo de aire del exterior, lo que les venía bien a los alimentos que allí se encontraban depositados. Era un cuarto donde lo mismo se guardaban las legumbres, en bolsas de tela - por aquello de que los garbanzos, alubias y lentejas traspiraran - que se dejaba el botijo o el cántaro apoyado en un suelo de losetas de color rojizo; ambas piezas de barro, rodeadas con trapos humedecidos, permitían disfrutar de una bebida fresca, con sabor a Moveros, que se agradecía, especialmente, en los largos y tórridos veranos. Allí también se almacenaba aquello que había sobrado de la comida anterior, especialmente el chorizo, el tocino y la morcilla del cocido, a los que siempre se les daba utilidad, pues, en aquellos años, no se tiraba nada, y consecuentemente apenas llegaba a generarse basura.

Aunque yo no soy de la generación de Vilas, ni tampoco de la de sus padres, pues pertenezco a una intermedia, hay algunas cosas que describe el autor que no son ajenas a mis vivencias y que, el paso del tiempo ha tenido escondidas en el rincón más remoto de mi memoria. Hay una, que él no la cita, y que es la que me viene con mayor insistencia, y es el recuerdo de la nata de la leche cocida por la mañana, para el desayuno; una nata que a veces tomaba un color amarillento y que, colocada con esmero sobre una loncha de pan, regada con abundante azúcar, llegaba a ser un manjar exquisito. Porque entonces había que cocerla, ya que no existía la leche elaborada, esa cosa que tomamos ahora, que no es "ni chicha ni limoná", que nos venden en bricks, y que, por tanto, no estaba pasteurizada, ni le habían extraído las grasas y la lactosa. Porque la leche era leche, leche de vaca, que traían los lecheros, o las lecheras, hasta la puerta de casa, en unos cantaros, soportados por asnos o mulas, colocados en unas alforjas convenientemente adaptadas, procedente del ordeño de esa misma mañana.

En mi barrio, quienes llevaban la leche eran mujeres: Teresa y Aurora, de manera indistinta, eran quienes la suministraban. La medían con cierta precisión, con canecos de cinc de distintas medidas, amoldados a la cantidad que se les demandaba. Teresa era una mujer enjuta, de pequeña estatura y lucía siempre un pañuelo negro en la cabeza, mientras que Aurora era alta y espigada, con larga y rizada melena, lo que le daba un aspecto de mujer fuerte y vigorosa, capaz de poder con todo. De vez en cuando un policía municipal comprobaba la densidad de la mercancía con una probeta o algo parecido, para ver que no se habían pasado al añadirle agua, y eso a los niños no nos gustaba, porque, para nosotros Teresa y Aurora eran dos mujeres admirables que cargaban, tanto en invierno como en verano, con pesados cántaros de leche, y se subían a lomos de las caballerías como si tal cosa.

En la despensa, uno podía encontrarse de todo. Desde determinados cacharros, que solo se usaban de vez en cuando, hasta alguna botella de aceite, o una garrafa de vino, o un sifón de aquellos que añadían agua de self al vino para quitarle algo de cuerpo. También había colgadas, en algún rincón, las ristras de ajos que, el que más y el que menos, había comprando por "San Pedro", en esa feria que, afortunadamente, se sigue conservando. Por haber, había hasta un plato, en el suelo, con la comida destinada al gato. De manera que en la despensa se mezclaban olores y esencias de distintos tipos, desde productos cocinados a otros procedentes de la huerta, como podían ser las cebollas, y también parte de la fruta a la que no se le había encontrado mejor sitio.

Alguno podrá preguntarse cómo llegaba el hielo hasta las neveras, y eso tiene una explicación muy sencilla, y es que había pequeñas fábricas, repartidas por la ciudad, que lo distribuían, en pesadas barras, por las casas y los bares, o bien se iba a comprar directamente. En este último caso, lo cortaban en pequeños pedazos, al objeto de llevarlos en bolsas de malla de mediano tamaño, que permitían salir el agua que, irremediablemente, iba a perderse por el camino (En la "calle del riego", ahora "de Sotelo", había una que funcionaba con mucho éxito y otra, también, en la Puerta de la Feria, por la zona de "la Puentica")

Pues eso, que una novela ha tenido la culpa que volviera a recordar cosas que parecían olvidadas, y simplemente porque en un momento determinado hace mención a las despensas, esas estancias que tanto juego han dado. Ha sido éste un viaje que me ha hecho dudar si tales recuerdos pertenecen a un tiempo real o a un tiempo vivido, pero, en cualquier caso, envueltos en una atmosfera de cierta melancolía, que me ha hecho ver aquella despensa inundada de estrellas.