Publicaba hace unos días mi querido amigo Manuel Mostaza un artículo en el diario El Mundo a propósito del último barómetro del CIS y apuntaba, con el tino al que nos tiene acostumbrados, que uno de los hechos que contribuía a dañar la imagen de este organismo, tan en entredicho en los últimos tiempos, es el hecho de que en unas ocasiones presente los datos como estimación y otras de manera directa y ello cuando, señala Mostaza, sus "estudios son vitales para conocer cómo evoluciona nuestra sociedad". Pues bien, el barómetro señala que, después del paro, lo que más nos preocupa son nuestros políticos. Este hecho, más allá de que alimente la tan hispana chacota de taberna, me parece de una gravedad extrema, porque la democracia se asienta en tres pilares básicos: la libertad, los partidos y la participación ciudadana, y si resulta que nuestros políticos, y por ende los partidos a los que representan, son un problema, la participación ciudadana irá decayendo fruto de la desconfianza y el desánimo y, por lo tanto, el sistema democrático puede tambalearse, por cuanto, como bien ha apuntado el filósofo Michael J. Sandel, cunde la desilusión frente a un sistema "incapaz de actuar por el bien público o de tratar las cuestiones que más importan".

Cuando irrumpieron en el arco parlamentario Cs, Podemos y más recientemente Vox, a todos los políticos se les llenó la boca de decir que se había acabado la vieja política, la era del bipartidismo con prácticas obsoletas propias de la Restauración y de corrupción y llegaba una nueva forma de hacer política basada en el consenso y el diálogo. Y ciertamente buena parte de los españoles creímos que así sería, sobre todo porque los líderes políticos no dudaban en expresar tras los periodos electorales, y no han sido pocos en los últimos tiempos, que habían entendido la voluntad de los ciudadanos que establecían como mandato que negociasen.

Sin embargo, como dice el refrán, uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla, de manera que en cuanto ha habido que ponerse a cumplir ese mandato negociador y de entendimiento, los políticos han demostrado que ignoraban algunos principios básicos de todo diálogo: la voluntad de dialogar, el rechazo de la imposición o la amenaza, del insulto, y el buscar una negociación que presupone desterrar el todo o nada y el puñetazo en la mesa y a ver quién la tiene más grande. Y así nos encontramos con que unos y otros fijan límites, piden ministerios, amenazan con nuevas elecciones, se vetan entre sí, y un largo etcétera de despropósitos que denuncian a las claras que o bien no han entendido el tan cacareado mensaje del electorado, o bien les importa lo más mínimo. Que los españoles voten que luego ya haremos lo que nos plazca y, sobre todo, lo que satisfaga nuestros intereses personales o de partido, con lo que tristemente revitalizan la frase que escribió en 1957 el economista Anthony Downs al señalar que el objetivo de los partidos era "formular políticas como un medio para detentar el poder, más que en buscar el poder para llevar a cabo políticas preconcebidas".

Esto me recuerda a cuando en España solo había dos cadenas televisivas y los españoles nos quejábamos del exceso de anuncios y de la mala calidad de los programas y soñábamos con la llegada de las televisiones privadas. Pues aquí están, de la calidad prefiero no decir nada y de los anuncios qué quieren que les diga, si una serie de media hora se convierte en una con las constantes interrupciones de la publicidad que, eso sí, al menos tienen el detalle de decirnos cuántos minutos durará por si queremos hacer la colada o aprovechar para lavarnos los dientes. Pues con el fin del bipartidismo está pasando algo parecido, solo que mucho más grave.

Y a todo ello hay que añadir un hecho que no me parece baladí. Cuando en una mesa de negociación pasado un tiempo no se alcanza un acuerdo que a todas luces es indispensable lo apropiado es cambiar los interlocutores de cada bando a ver si así consiguen llegar a un punto de encuentro satisfactorio. Sin embargo, en política, ni se les pasa por la cabeza que a lo mejor lo que hay que cambiar es a los interlocutores, a esos políticos que han puesto de manifiesto su incapacidad para cumplir el mandato de consenso de los electores y lo único que se les ocurre es que volvamos a votar, que los ciudadanos se pronuncien otra vez sobre lo que ya han dicho. ¿O es que piensan en serio que cuatro o cinco meses después de las últimas elecciones el reparto de escaños sería sustancialmente distinto? Pero es más, los ciudadanos les votamos para que solventen nuestros problemas, no para que les resolvamos su incapacidad y, quizás, a falta de la renuncia voluntaria por su falta de cintura negociadora convendría preguntar al electorado, puestos a que votemos, si consideramos válidos para buscar el consenso a los líderes actuales de los partidos.

Más allá de los bisoños que consideran que lo que hay que hacer es volver a un sistema asambleario como si todo se pudiese votar por todos, los sistemas parlamentarios modernos se sustentan en la delegación de la voluntad de los ciudadanos en unos representantes políticos a los que se les exige que busquen las soluciones adecuadas para nuestros problemas. Pero si estos representantes resulta ser que son el problema, entonces nuestra democracia está enferma y si no queremos que florezcan los salvapatrias de uno u otro signo, igualmente peligrosos, me parece imperioso que los ciudadanos empecemos a coger las riendas de nuestro destino democrático siendo mucho más exigentes con el cumplimiento de los programas que votamos y, por supuesto, infinitamente más intransigentes con unos políticos que una vez instalados en la cota de poder que les damos con nuestro voto solo miran su ombligo y convierten el parlamento en una corte de los milagros valleinclaniana , cuando no en un patio de monipodio.

"Si no eres parte de la solución eres parte del problema. Y si no eres ninguna de las dos cosas entonces eres parte del paisaje", reza un proverbio chino. Pues bien, nuestros políticos parece ser que son parte del problema, así que a los ciudadanos nos corresponde ser parte de la solución si no queremos acabar siendo parte del paisaje.