El sistema de partidos refleja a la sociedad a la que representa, como si se tratase de una muestra de laboratorio. No es una perogrullada, pese a estar hablando de democracia representativa: el sistema de partidos y su funcionamiento deriva de cómo los ciudadanos se ven a sí mismos, de cómo entienden y se relacionan con el resto de la sociedad. Es así porque las élites, son una muestra de la sociedad, sujeta a sus movimientos y cambios.

No es baladí: entender el entorno político y las personas que lo componen como un grupo social separado de la realidad, del día a día, del "pueblo" ataca a la raíz del sistema político que mayor efectividad ha mostrado a lo largo de la historia. Según este planteamiento de tipo populista, el poseedor del poder es un intruso, aferrado al mismo sin ser representativo de la sociedad que gobierna, una representatividad que legitima la democracia. En este modelo populista, la comunicación tiende a simplificar problemas y a enfocarlos en cuestiones o colectivos específicos, sean raciales, clasistas, identitarios, nacionalistas etc., a la vez que aporta soluciones centradas en "devolver el poder al pueblo", con democracia directa y nuevos políticos - provenientes ahora de este "pueblo" -, frente a la "casta" monopolizadora que tiene la corrupción grabada en los genes.

Es un buen gancho discursivo, sencillo, simplifica un problema complejo y da una solución fácil. Como detalle, la palabra «casta» no es casual: más allá de su significado relativo al estrato social inamovible, el recurso de la combinación «st» refuerza la idea de firmeza y permanencia en el tiempo, de esa inmovilidad; la estabilidad, el estado, la consistencia, la costumbre. El fondo simbólico es relevante para simplificar discursos y transmitir ideas concentradas.

No obstante, la realidad política no es dicotómica, los problemas son complejos, y dividir a la sociedad en colectivos - llegando, como estamos viendo, a legislar por parcelas - es peligroso. La política somos nosotros, la sociedad. Y nosotros, cada uno, somos individuos particulares, no colectivos, con sus características e intereses propias.

Los cambios en las dinámicas sociales y políticas desde mediados del siglo pasado llevaron hasta los partidos atrapalotodo, organizaciones de ideología difusa, más técnicos, que, rondando corrientes de pensamiento amplias del centro político, puede fluir según los intereses de la mayoría social, adaptándose con políticas estables a las opiniones más generalizadas para captar más votos. No son propios de una clase social o identidad específica, buscan representar a la mayoría frente a grupos e intereses particulares.

Hasta llegar a este modelo, los partidos eran o bien de élites, en los que una persona con alto poder adquisitivo crea una organización por y para sus intereses, o bien de masas, que necesitaban un gran número de afiliados para su sustento económico. Ambos modelos defendían intereses específicos, existen por y para las ideas y necesidades de sus afiliados o líderes, que les pagan. Por ello, la implementación de la financiación pública de los partidos - sumada, especialmente, al auge de la clase media -, restó importancia a la fuente económica de los afiliados o élites financiadoras, dejaron de necesitar a sus bases al imbricarse en el Estado. Surgieron, como resultado, partidos más amplios, que representan a diversos grupos sociales que, con ideas no siempre idénticas, sí que guardan objetivos comunes: el atrapalotodo. El recurso a obtener aquí es el voto, del que, además del poder, dependen los ingresos.

El modelo atrapalotodo ha sido un gran avance democrático: la gestión pública requiere pactos, cesiones para lograr acuerdos amplios, de largo recorrido. Con este paradigma el bien común ya no es la suma de intereses particulares, una perspectiva que provoca vaivenes políticos ante cualquier cambio, decisiones drásticas, inseguridad y extremismos. Al contrario, con este modelo los objetivos últimos requieren una percepción de la mayoría social amplia, flexible, que trae los elementos de unión a sus concepciones básicas y horizontales, frente a la suma de particularidades propias de un modelo clientelista: seguridad, estabilidad laboral, cohesión territorial, crecimiento económico.

Pero la sociedad ya no piensa así. Occidente se está polarizando, fruto de las nuevas formas de comunicación y la inmediatez de las noticias - que disminuye la capacidad de análisis y reflexión, resultado de la información a través de tuits, titulares y resúmenes; cada vez se leen menos libros -, así como de la explosión del pensamiento posmoderno, que divide la realidad en parcelas para cada colectivo, en función de autopercepciones identitarias. Derechos exclusivos (identitarios) y legislaciones adaptadas a esta subjetividad, siempre con el todo o nada por bandera; la cara opuesta del acuerdo, al pacto. La sociedad se vuelve más intransigente, imposibilitando englobar varios intereses alrededor de un común denominador.

Los ciudadanos se informan a través de redes sociales cuyos contenidos se escogen al detalle según sus ideas, bloqueando al discordante; se censuran pensamientos distintos, tachándolos de ofensivos, para ellos o para terceros hipersensibles - aunque estos terceros no existan, lo importante es la profilaxis -; la encapsulación de pensamientos provoca que ya no se considere a los individuos como tales, sino según los colectivos en los que se les ha englobado - quieran ellos o no -; se rechazan organizaciones y empresas que aparentemente se separen de su forma de pensar. Y esto se refleja en los partidos.

Del bipartidismo imperfecto España ha pasado a una constelación, todavía en expansión - que parece que no parará hasta que haya una opción por votante, ¿no sería eso democracia directa? -. El modelo ya no es de partidos atrapalotodo, sino de bloques inflexibles, de partidos muy identificados con las líneas de pensamiento concretas de sus votantes, y en algunos casos con su estatus, clase social - como ocurría con los partidos de masas - o «colectivo identitario». Son partidos de identidad.

Este paisaje aparentemente revitaliza la participación de los votantes descontentos, que ahora sí que encuentran representación. Pero tiene un riesgo: que la sociedad o sus representantes no terminen por aceptar un sistema de gobiernos basado en el pacto, con la transigencia y la negociación como principios. La inflexibilidad que se reclama al volverse a discursos extremos choca directamente con la capacidad propia de negociación en política, ya que requiere comprensión, una cualidad que en este contexto se confunde como debilidad, como absorción de ideas contrarias. Pero es lo inverso, es entendimiento de los contextos, una fortaleza estratégica en la negociación. Sin comprensión, sin negociación y transigencia, la democracia es inútil.

El sistema de repartición de escaños español no es el británico, y, aunque prima moderadamente al partido más votado, no es factible para un ecosistema político polarizado sin cultura de pacto, sin capacidad de gobierno de mayorías con visión de bien común -lo contrario a ceder ante la opinión de los partidos bisagra o de chantaje minoritarios, tendencia que polariza más los ecosistemas políticos-. Es entender las opiniones mayoritarias y negociarlas con los partidos que las representen, es negociar en base a esas cuestiones básicas que se mencionan más arriba, emparejados por un interés común general, no solo electoral, y sin un nuevo todo o nada chantajista cada día.

Sin un cambio de actitud frente al discrepante ideológicamente no será posible un cambio de rumbo político que aleje a la sociedad de las medidas irresponsables y extremistas, propias del espectáculo televisivo; de las identidades férreas, la llamada a las emociones y la estrechez de miras. De no producirse este cambio, solo esperan largos años de ingobernabilidad, exigencias, medidas excesivas y aparatosas, y elecciones generales cada año.

(*) Sociólogo y miembro de la Junta del Ilustre Colegio Nacional de Doctores y Licenciados en Ciencias Políticas y Sociología.