Este día de Todos los Santos acudí a Toro, la ciudad zamorana en la que residía mi familia. Revivo en el cementerio lo que ocurrió hace exactamente setenta y un años. Mi recuerdo podrá ese día borrar de un golpe todos los días que han pasado; es el único capaz de realizar esa especie de milagro consistente en anular las hojas del calendario; por mucho que deseemos hacerlo, nunca seremos capaces de quitar siquiera una hora al tiempo que va pasando, llenando de años nuestra vida. Pero el recuerdo sí lo hace.

Una semana antes, en la hora del estudio de la noche me avisaron para que acudiera al teléfono del Seminario; era la primera vez que utilizaba el maravilloso aparato que me permitía escuchar una voz lejana y responder con la mía. Al otro lado sonó la voz de mi padre, que me trasladaba un escueto mensaje: "José Luis, hijo: Honorio, tu hermano, está muy enfermo; ven en el primer tren de mañana". Conseguido el oportuno permiso, me dirigí a casa de mis tíos que residían en la "Huerta de las Pallas", a continuación de los Tres Árboles; desde allí podría dirigirme a la estación muy temprano, cruzando los campos, libres por aquel entonces de toda edificación. El estricto reglamento del Seminario no permitía alterar la vida común tan temprano. En el tren, y luego en el autobús de la estación, llegué a la ciudad de doña Elvira y allí estuve una semana entera, alejado de los libros y con la única ocupación de vigilar junto al lecho del hermano moribundo. El día 3 de noviembre, domingo, estaba oyendo misa en la parroquia, la iglesia de Santo Tomás Cantuariense, cuando la hija de unos vecinos se acercó a mí y me dio la triste noticia: "José Luis; tu hermano ha muerto". Sin dudarlo, me fui a casa y allí encontré a mis padres y hermana con los que me fundí en familiar abrazo. La espera había terminado. Ya sólo quedaba acompañar a aquel cuerpo, al que faltaban siete días para cumplir los catorce años, a su última morada, la tierra del Campo Santo.

Por la especial enfermedad, los días y las medicinas que se le habían administrado, el entierro tuvo lugar el mismo día por la tarde. Por coincidir en domingo, primero de Noviembre, se celebrara en la ciudad el día de visita al cementerio, en el que se encontraba gran parte de los residentes en Toro. Hoy, día de Todos los Santos, con seguridad, igual que nosotros, acudirán muchas personas al cementerio y con todos ellos nos encontraremos allí. Sin querer, el recuerdo de aquel lejano día se repetirá en mi mente y, veré, con ojos de la memoria, aquel féretro, pequeño, rodeado de familiares y los amigos: de la familia y (cosa rara) del mismo jovencito, que trabajaba, a pesar de su corta edad, como recadero en el Casino. Allí estaban bastantes socios que ya han seguido sus huellas; quizá uno de los más íntimos fuera Pedro Ramos (q.e.p.d.), dueño de la ferretería que ya no está en Santa Marina. Lo recuerdo, porque nos resultaba extraña su amistad con mi hermano, a pesar de la diferencia en las edades. Muchos otros socios del Casino acompañaban, engrosando la comitiva.

Han pasado los años y el público que el jueves llenaba aquel cementerio ha cambiado mucho. No sé si quedará alguno de mis conocidos de antaño. Puedo andar tranquilamente por aquel lugar y por casi toda la ciudad sin que nadie se me acerque y quiera cambiar unas palabras conmigo. Todos los de mi edad de entonces (17 años) se han convertido en moradores del lugar o están bastante imposibilitados de acudir a llevar unas flores a las numerosas tumbas. Tal vez algunas personas miran extrañadas el lugar donde quiero orar por los que duermen su eterno sueño, bajo la lápida objeto de mi visita, entre ellos el cuerpo del hermano que fue exhumado y trasladado a la tumba familiar de mis actuales allegados. Sólo mi recuerdo trae a mi mente aquella tarde de hace setenta y un años y, con ella, la imagen de los que entonces eran conocidos. Incluso los familiares que aquel día me acompañaban se encuentran en Salamanca, Madrid, Andavías, La Hiniesta, Zamora? Dormidos en duradero sueño. Sólo mi recuerdo vuelve en el tiempo y me sitúa en aquella circunstancia, para siempre olvidada en la realidad. Es el único que lleva a la nada las hojas del pasado calendario.