S acar a Franco del Valle de los Caídos no es práctico ni útil. Exhumar el cuerpo del dictador y alejarlo de los cadáveres de sus víctimas no supondría una mejora de la economía. Y dudo mucho que el PIB registrase un incremento notable tras la operación. Si el proyecto de retirar los restos del Caudillo se presentara a un concurso para emprendedores, estoy casi segura de que no lograría llevarse premio alguno.

Sacar a Franco del Valle de los Caídos no mejoraría la balanza comercial ni dispararía las exportaciones de vino y jamón español. Ningún consejo de administración lo recomendaría jamás. Tampoco supondría una inyección de adrenalina para el mercado bursátil retirar al infame Billy el Niño, expolicía acusado de torturas durante la dictadura, las cuatro medallas que ostenta y que le suponen un notable incremento en su pensión. Un agradecimiento honorífico y pecuniario a Antonio González Pacheco por los servicios prestados.

La reparación histórica no es funcional, no responde a exigencias burocráticas, no puede traducirse en ajustes contables. Tampoco haría bajar el paro. La memoria, por suerte, no se traduce en índices de productividad. Sacar a Franco del Valle de los Caídos no es práctico ni útil. Pero es una tarea que hemos de acometer. Ya llevamos demasiados años haciendo la vista gorda, fingiendo amnesia grupal. No nos podemos seguir permitiendo esa reverencia ante la atrocidad. La persistencia de un espacio tan obvio de exaltación fascista debería reventar todas nuestras alarmas morales.

Cada día en el que el legado del tirano se preserva entre algodones, supone una jornada más de injusticia. Podemos continuar comportándonos como ciudadanos eternamente menores de edad o tomar de una vez las riendas de nuestra biografía colectiva y decir "basta". Plantarnos, dejar claro que ya está bien de alcanfor y temores carpetovetónicos, que no queremos que todo ese dolor quede en vano. Que las grises tardes de postguerra han quedado en el recuerdo de los recuerdos y que la vida aquí ya no se vive en susurros.

Ha llegado el momento de reivindicar que la represión no fue un cuento para asustar a los niños. Que hubo muerte y hubo venganza. Que la concordia, cuando se impone bajo amenazas, no es más que una farsa, una pantomima de fraternidad amordazada. Reconocerlo no nos debilita, sino que fortalece los pilares de las verdades que manejamos cotidianamente.

Sacar a Franco del Valle de los Caídos no es práctico ni útil. En realidad, es algo mucho más importante que eso: constituye un símbolo de dignidad. Y fíjate tú, resulta que los humanos nos movemos por cuestiones simbólicas, somos unos monos muy intensos, qué le vamos a hacer. Eliminar los oropeles institucionales que acompañan a la figura de un dictador es, ni más ni menos, lo que cualquier sociedad democrática debería hacer.

El cesto de las excusas se ha quedado vacío, es hora de demostrar que ya no valen las complicidades, que se ha acabado esa época de mirar a otro lado y alejarse silbando. Observarnos en el espejo de la historia no implica reabrir heridas, sino ayudar a que las existentes cicatricen por fin. Sacar a Franco del Valle de los Caídos no es práctico ni útil, pero es lo único que podemos hacer para dejar de habitar en este olvido prefabricado.