Se acaba de crear en Gran Bretaña una Secretaría de Estado, dependiente del Ministerio de Cultura, Deporte y Sociedad Civil, para atender el problema de la soledad, que afecta al 15 por ciento de la población inglesa, o sea, a más de nueve millones de personas, en su mayoría ancianos solteros o viudos que viven solos. Se ha informado desde el gobierno de Theresa May que "se tratará de actuar contra la soledad que sufren los ancianos, que han perdido a sus seres queridos y a quienes no tienen con quién hablar".

Propósito encomiable, sin duda, porque las personas mayores hace ya muchos años que perdieron un papel medianamente aceptable en la sociedad occidental. Peor aún, muchos de ellos han sido internados en los asilos -más conocidos como residencias de la tercera edad -o dejados a su suerte en las propias casas sin la compañía de ningún hijo. La incomunicación de los ancianos, sobre todo en las ciudades, se está convirtiendo en un mal endémico. Se dan casos de personas que fallecen y nadie del inmueble en donde viven se ha enterado hasta pasados muchos días e incluso años.

Sin embargo, creo que hay una considerable diferencia entre la soledad y estar solos. Lo define muy bien el Diccionario de la Lengua Española. La "soledad es una carencia voluntaria o involuntaria de compañía". El "solo es una persona que no tiene quien le ampare, socorra o consuele en sus necesidades".

Más que de soledad, habría que hablar de persona solas. A la soledad le han dedicado los poetas magníficos poemas, como Lope de Vega y Luis de Góngora. Este último escribió en 1613 un poemario titulado "Soledades", que dedicó al duque de Béjar. Habla en él de apacibles soledades que le permiten caminar coronado de álamos. Se trata de una soledad buscada con el mismo empeño que un eremita elige una cueva para huir del mundanal ruido. Ya nos advirtió fray Luis de León en un bello poema: "¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido/ y sigue la escondida senda / por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!". A Lope de Vega le bastaban sus pensamientos para andar consigo mismo y por eso cantó en un largo poema "a mis soledades voy / de mis soledades vengo".

Hubo cierto equívoco con una canción compuesta y cantada por José Emilio con el título de "Soledad", hace ahora 45 años. Ganó con ella el festival de Benidorm en 1973 y pocos años después la popularizó en Europa la incomparable griega Nana Mouskouri. No fue un canto a la soledad en medio de la naturaleza -también podía haberlo sido-, porque, como explicó el mismo cantautor cordobés, le inspiró la canción una niña que se llamaba Soledad, "una criatura primorosa? tan tierna como la amapola? que no sabe que es hermosa?".

Nuestros poetas y místicos más excelsos buscaban la soledad en medio de la naturaleza o retirados en un cenobio para volcarse en lo trascendente. Pero no es, ciertamente, esta carencia voluntaria de compañía la que se pretende remediar, sino la de personas solas que no tienen quien las ampare, socorra o consuele. Se trataría, por eso, de una soledad no deseada,

sino forzada por las circunstancias. Y esto tiene que ver casi siempre con el olvido y el desafecto de los familiares más directos.

Creo que se ha trivializado demasiado con la familia tradicional, que es uno de los valores y pilares básicos de una sociedad armoniosa. El bienestar no se debe medir solo por los logros económicos. Antaño, aunque en los pueblos zamoranos las posibilidades económicas eran bastante precarias, los padres y abuelos estaban atendidos hasta el momento de su fallecimiento por alguna de sus hijas, que, en compensación, se quedaba con la casa familiar. Esto era habitual en la Tierra del Pan. Actualmente, también en los pueblos es muy común enviar a los mayores a una residencia, aunque gocen de una salud aceptable. Otros viven solos en sus casas y se las apañan como pueden.

Me parece magnífico que los gobiernos velen por el bienestar de unos ciudadanos que contribuyeron en su momento al desarrollo de sus países y a la cohesión familiar y social. Es una manera de valorarlos como personas. Todo lo que se invierta en su dignificación es poco. Habrá que estimular, de todos modos, la reunificación familiar, para que los mayores se sientan no solo amparados, sino también y sobre todo queridos.