Dicen por ahí que una imagen vale más que mil palabras. Creo, sin embargo, que no siempre es así, que las palabras son una de esas maravillosas herramientas de comunicación que hemos inventado los humanos para decirnos cosas bonitas a la cara, mandarnos mensajes a través de las redes sociales o incluso para desearnos también los peores males del mundo, que de todo hay en la viña del señor. En esta ocasión, la fotografía de una escoba, que colgó una amiga en Facebook hace unos días, ha sido una de las imágenes que más me ha impactado durante los últimos meses, mucho más que el suicidio de Miguel Blesa, los tejemanejes de Miguel Ángel Villar al frente de la Real Federación Española de Fútbol, la final de "Supervivientes", la mayoría de edad de la hija de Belén Esteban o las falsas vacaciones de Cristina Cifuentes. Al verla, la imagen de la escoba me transportó al territorio de mi infancia, ese espacio único e irrepetible que a veces se cuela en nuestro camino cuando menos se espera, como ahora.

La famosa escoba no es una escoba al uso, de esas que uno puede encontrar en el bazar de la esquina, en el centro comercial o en el mercadillo semanal de cualquier pueblo o ciudad. La escoba que comento es una escoba de las de antes, que aún dicen por aquí, una reliquia digna de estar en cualquiera de los museos etnográficos que han crecido como la espuma durante las últimas décadas por los diversos rincones de la geografía española, echa a mano con una especie de "terraos", que llamábamos en mi pueblo, cosidos con cuatro cuerdas y, en ocasiones, con un palo en una de las esquinas, según el uso que fuera a darse. Mis padres e incluso mis hermanos y yo hicimos muchas de estas escobas. Se usaban sobre todo para realizar algunas de las labores veraniegas en las eras, como barrer el suelo de la trilla o recoger hasta el último grano de trigo una vez separado de la paja, limpiar las cuadras del ganado tras la recogida del estiércol o incluso para barrer las calles del pueblo antes del paso de las procesiones religiosas.

Era inevitable, por tanto, que al ver la imagen de la escoba en las redes sociales mi infancia se colara entre las numerosas actividades de gestión que estaba realizando en ese momento,y, a renglón seguido, compartiera un breve comentario, más bien una corta confesión,con la autora en Facebook. Era mi pequeño homenaje a un instrumento de trabajo que, para bien o para mal, forma parte de uno de los numerosos paisajes de mi vida: la infancia en un pueblo del norte de Zamora, con unas condiciones de vida que, mirando hacia atrás, producen nostalgia pero también, en muchas ocasiones, ganas de salir corriendo. Y entiéndase bien: quienes han vivido los trabajos del verano en los años sesenta o setenta del siglo pasado, o incluso antes, en los pueblos de España, saben perfectamente de qué estoy hablando. Veranos duros, muy duros, nada que ver con las imágenes idílicas que los retoños de aquellos residentes tienen de los pueblos en la actualidad, donde la vida cotidiana poco o casi nada tiene que ver con la de antaño.