Cuando me llevan la contraria, despiertan mi atención, no mi cólera; me ofrezco a quien me contradice, que me instruye. La causa de la verdad debería ser la causa común de uno y otro". Esto dice Montaigne en su inagotable texto de los Ensayos, escrito hace cuatrocientos veintidós años. Lo consulto cada poco, más a menudo cuanto más perplejo. Siempre encuentro calma en sus páginas, magnífica la edición de Acantilado, por muy turbado que me vea. Unas veces busco aclararme en sus sentencias, siempre juiciosas y fundadas, otras no pretendo sino consuelo y alivio a la inepcia que nos rodea, esa cualidad propia de los necios. Ya saben, personas aferradas a sus verdades equivocadas, insistentes en sus errores, inasequibles al desaliento a la hora de repetir sus marchitas ideas. Son incapaces de entender otros argumentos, siempre responden igual. Suelen mostrarse seguros y obstinados en la defensa de su postura. El filósofo Bertrand Russell lo expresó con claridad al afirmar que gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas.

Hace unos días, en el círculo de la clase de Bachillerato, una alumna comentó la noticia sobre la ejecución de presos en Arkansas para evitar que caducara una sustancia que contiene la inyección letal. El asunto tiene su complejidad y tratamos de ir desbrozando el problema con el fin de conocer qué piensan de la pena de muerte. No fue fácil enfocar con rigor el debate. Con 16 o 17 años se suelen tener estos temas muy claritos, demasiado. Alguno ha seguido la postura más visceral, la que exige menos reflexión y satisface más emocionalmente. Por eso, gran parte de los que hablaban más alto y no respetaban su turno de palabra, defendían que existiera la pena de muerte. Les costaba argumentar sobre las ventajas de su posición, pero les parecía insoportable la hipótesis de ser un día la víctima, o cualquiera de su familia, y que el asesino, violador o terrorista, solo fuera a la cárcel; con lo bien que viven ahora en ella, decía el más exaltado. No fue fácil que hablaran los contrarios a la pena máxima, pero los hubo, aunque les costó hacerse escuchar. En algún momento sentí frustración e impotencia. Así lo manifesté en la clase. Estábamos fallando en el cimiento de nuestra metodología y en los objetivos de la asignatura. Pretendemos mejorar nuestro pensamiento, sabemos que esto solo es posible enfrentándolo con otras formas de pensar, pero tenemos dificultades para dar el primer paso: escuchar al otro. Saber lo que los demás piensan es imprescindible, después vendrá lo demás. Coincidiremos o no, aportarán algo nuevo al debate o repetirán lo dicho, pondrán algún buen ejemplo para ilustrar su argumentación o alguien planteará una buena pregunta. Todo puede pasar si ofrecemos el respeto de la escucha atenta. No está resultando fácil sacarles de este ensimismamiento, facilitado por la dependencia, a menudo compulsiva, del móvil. Se apuntan a los foros afines, participan en los chats que refuerzan su manera de pensar, soportan mal la controversia, se irritan si se les contradice.

Bien es cierto que los modelos que tienen delante no resultan muy edificantes. La vida pública, con algunos nefastos políticos navegando en las procelosas aguas de la corrupción, el denigrante espectáculo de los "realities" vociferantes y morbosos o los canales de YouTube habituales para ver sólo aquello con lo que sintonizan, ofrecen a nuestra juventud un menú que les llevará a padecer "colesterolemia mental". Su pensamiento corre el serio peligro de colapsar.

Además, en la clase de filosofía debemos aprender a dudar, a poner en cuestión los prejuicios, las tradiciones y aquello que se nos presenta como indiscutible. Resulta muy sano hacerse preguntas sobre todo lo que se considera ya resuelto, sean dogmas o creencias ancestrales; tenemos que atrevernos a levantar la cabeza para mirar con una intención nueva, para descubrir el mundo y dejar de obedecer. Urge demostrar a la juventud que es su problema y que les concierne enfrentarlo sin servidumbres. Desde el aula les animo, les invito a que hagan su camino, será en soledad.