El lunes, 50 militantes de Arranz, la organización juvenil de la CUP, intentaban asaltar la sede del PP en Barcelona para reivindicar la celebración del referéndum independentista. Los servicios de seguridad se lo impidieron, pero no consiguieron evitar que pintaran la puerta y posaran ante ella con una pancarta con el lema "La autodeterminación no se negocia. Referéndum sí o sí". Apoyando la acción violenta estaba la inefable Anna Gabriel, y el exdiputado de la CUP, David Fernández. Todos los partidos condenaron la acción, menos la CUP, que se siente orgullosa de disponer de una fuerza de choque para intimidar y amenazar a sus adversarios. Orgulloso del comportamiento de sus juventudes, el diputado de la CUP, Benet Salellas, argumentó que se trataba de "una acción de calle" y declaró que quien la calificara de violenta, "está intentando darle la vuelta". Para este diputado parece claro que allanar una vivienda no es un signo de violencia, sino, supongo, de apropiación temporal revolucionaria. Tampoco es signo de violencia insultar al adversario, hacerle un escrache o pintar su fachada. Son acciones con "sentido político".

En la filosofía política se ha discutido mucho sobre la legitimidad de la violencia revolucionaria frente a la violencia legítima del Estado. Marx decía que la violencia era "la partera de la Historia", y en el conocido prólogo a Los miserables de la tierra, de Frantz Fanon, Sartre afirmaba que "matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro (?) Quedan un hombre muerto y un hombre libre". En el siglo XIX, los nacionalismos y el socialismo revolucionario legitimaron el uso de la violencia como instrumento para imponer el orgullo identitario y luchar contra la explotación. Pero en la segunda mitad del siglo XX, tras los desastres de la primera, la idea del nacionalismo secesionista y de la revolución proletaria perdieron vigencia, al menos en Europa. En las democracias occidentales, en las que la ley es la expresión de la voluntad general, el recurso a la violencia encuentra la legitimidad en una acción defensiva o como soporte de una causa justa. Se trataría, por un lado, de defenderse frente a la represión del Estado;represión que se provocaría con acciones de baja intensidad. Por otro, encontrar el motivo ideológico o religioso que justificara la violencia. Los movimientos antisistema e independentistas compartirían ambos motivos para conquistar el poder, a pesar de la advertencia de Hannah Arendt de que "el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro".

El miércoles, la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, se veía obligada a tomar distancias respecto a sus compañeros de coalición. A instancias del PP, leía un comunicado apoyado por todos los grupos políticos, menos ocho concejales de Podemos, contra la acción intimidatoria de las juventudes de la CUP. "La discrepancia política e ideológica es la garantía del pluralismo, pero la legítima discrepancia no puede ser motivo para justificar la intimidación", dijo. Seguramente los no firmantes creen que la violencia es un arma política, porque piensan con Foucault que la política es la continuación de la guerra por otros medios.

Las acciones violentas están en el ADN de la CUP. Sus militantes no sólo quieren acabar con el capital, sino con la forma política que lo mantiene; es decir, la Democracia. Guillotinan y queman fotos del Rey, como hacían los hombres prehistóricos pintando sobre el techo de la caverna la imagen del animal que soñaba cazar. Guillotinan y queman al Jefe del Estado como representación de la acción política que piensan acometer cuando las circunstancias lo permitan. Imaginando un escenario represivo que justifique su violencia, hablan de que el pueblo -es decir, sus milicias organizadas- ocupe las instituciones, la radiotelevisión pública, las infraestructuras. Esperan que el Gobierno, de una vez por todas,envíe a las Fuerzas de Seguridad para hacer cumplir las leyes. Pero no están solos; también los independentistas les acompañan en este camino. Cuando los tribunales dictan una sentencia y el condenado se resiste a acatarla, "el Estado tiene una problema, porque ha de utilizar otro posible escalafón, el de la violencia", dice Jordi Sánchez, el presidente de la ANC. Y Pere Aragonés, actual secretario de Economía de la Generalitat y militante de ERC, suspira por la aplicación del artículo 155 de la Constitución tras la aprobación de la Ley de Transitoriedad Jurídica. Con alarde revolucionario, proclama enfático que La Asociación de Cargos Electos, organización que prepara la AMI para sustituir al Parlament en caso de inhabilitación, "serán nuestros Estados generales", en un intento más de establecer similitudes entre la sedición independentista y la insurrección ciudadana que dio origen a la Revolución Francesa.¿Soñará también este alto cargo de la Generalitat con un Comité de Salvación Pública que neutralice o elimine los individuos u organizaciones contrarrevolucionarios?