Una niebla espesa "enfurruña" las mañanas. El aire está empapado con miriadas de minúsculas gotitas que brillan al amanecer suspendidas de la hierba y los matojos amarillentos del "piñirino". Anda por ahí "enrebujado" el pastor y hasta tirita a veces, mientras aballa sus ovejas que blanquean aún más el paisaje entre el matorral y las encinas. Verdean ya con fuerza los herrenes en las cortinas y las primeras aguas que ya no quiere beberse la tierra, andan buscando carriles por donde llegar hasta los regatos y las riveras. Al atardecer, la "nieblina" da un respiro y desaparece a raticos dejando ver los tejados y las chimeneas de donde surge blanquecino el espíritu del fuego que comienza a calentar en las cocinas. Pero al poco rato, la niebla vuelve como más espesa y se suma cegadora a los velos del crepúsculo vespertino.

Ya no suena a estas alturas la curuja en lo alto del álamo en la noche, ni tampoco el muchuelo que solía rondar por el encinar del Manadero. Solo la luna, silenciosa ella, rompe con ráfagas de luz brillantes y muy claras el color grisón que tapa el cielo y aprovecha el resquicio entre las nubes pasajeras que como si tuvieran mucha prisa, pintan de vez en cuando de plata las charcas y los caminos.

Es otoño aquí, en Sayago, esta tierra acostumbrada desde hace mucho al silencio y a la calma. A dejar que pase el tiempo con sus estaciones transitando de una a otra sin más ruido que el que dejan a su paso las riveras. Solo de vez en cuando se escucha en estos días algún que otro cebón que gruñe temprano en las mañanas cuando el matarife apuñala certero su garganta. Y es que ya va siendo el tiempo de las matanzas y de hacer acopio de viandas y mantecas. Pero ya no se oyen en los corrales algarabías, ni el griterío de los rapaces mientras jugaban haciendo de la matanza un día de fiesta. Tampoco van ya las mujeres a lavar las tripas del cebón en las aguas heladas de la rivera mientras los hombres deshacían las carnes sobre el viejo banco de madera y amasaban con sus manos acostumbradas los adobos o colgaban de una estaca las viandas a que escurrieran. Ahora ya no se hacen matanzas como aquellas. Donde el trabajoso día acababa siempre en suculenta cena y rondaba alegremente la jarra con el vino de la última cosecha. Donde los más viejos, sin dejar de hacer faena, contaban curiosas y sorprendentes historias aprendidas en su infancia de otros más viejos, en las mismas cocinas, en otros días de matanzas al calor ardiente y amoroso de la leña.

Pasan los cortos días entre ráfagas de sol que alumbran desde muy lejos las pocas horas si la neblina las deja. Y mientras tanto, nuestra gente no dice nada, ni casi se queja. Nosotros a lo nuestro: unos a escarbar la tierra con sus manos duras continuando rutinas y formas de hacer ancestras. Otros, más inspirados, avanzaron en el tiempo y cambiaron ya esas maneras manejando ahora con sus poderosas máquinas las labores de la tierra. Más de lo mismo: supervivencia y mucha, mucha paciencia. Pero eso sí, casi todos esperando confiadamente a que el político de turno, o alguien del más allá, remedie nuestros males y las carencias enemigas que desde hace mucho nos acechan.

Es ya noche cuando escribo. Y de repente, veo por mi ventana que el claro de la gran luna se abre paso entre las tinieblas. Casi daña la mirada con su fuerza. Está en fase de ambicioso creciente, y es curioso, a la luna le da igual, iluminar con su brillante luz los paisajes de cualquier lugar sin importar cómo se llamen ni de quién sean...

Jesús Villar