He viajado hace unos días a través de Las Landas francesas, terreno repoblado sabiamente de pinos por Napoleón cuando se dio cuenta de que acabaría siendo engullido con el tiempo por el mar, y subo después hacia La Aquitania y a Poitiers atravesando el parque nacional de Perigueux Lemousin.

Me asombran los miles de árboles que pueblan estas tierras, mientras amarillean ya las hojas por la llegada del otoño y caen sobre la carretera como una lluvia lenta. Me viene a la memoria una de las etimologías de la palabra "Zamora", que en árabe se pronuncia "Semuret" y significa tierra de árboles o turquesas.

Recorro los lugares donde vivieron en la Edad Media, por el siglo XI y XII, algunos de los obispos que recalaron en Zamora y que procedían de allí, Bernardo, Esteban, Jerónimo y muchos más que posiblemente trajeran las semillas de la cultura y el saber desde ese país hasta nuestra ciudad. Visito pueblos medio despoblados, monasterios e iglesias erigidos en lugares idílicos y solitarios, donde parece que se ha detenido el tiempo y veo en las portadas románicas francesas cabezas de leones de los que salen las lianas, que perviven en la iglesia de la Magdalena o las hojas de acanto o las sirenas de doble cola o los grifos que tanto se han representado en los capiteles románicos, como los de Santa María, La Nueva, también las triples puertas y las arquerías con enjaezados inconfundibles, que adornan nuestros monumentos, portadoras de un mensaje simbólico y trascendente, como las de la fachada románica de la catedral.

Cruzo por tierras de viñedos de espaldar del Bordelé y saboreo algún vino de Borgoña, recordando las viñas de la provincia de Zamora, que nada tienen que envidiar a estas que tanto me llaman la atención, y al oscurecer releo, al amor de la lumbre, los lais de Maríe de France, como el del "Hombre lobo" de doble nombre, Blisclavert si pronunciamos en Bretón, y Garwaf si lo decimos en normando, que también me recuerda una leyenda zamorana, sobre el hombre lobo de Avedillo.

Esta autora, de origen desconocido y de la que solo sabemos algunos datos que ella misma nos desvela en sus escritos, como que procedía del oeste francés, pero que vivió en Inglaterra y allí escribió una serie de obras en anglonormando, llamadas lais, palabra de origen celta, inventó un género nuevo al fusionar la tradición mágico fantástica de la cultura celta con la literatura caballeresca.

A partir de entonces, otro tipo de pensamiento fue posible, como una luz que alumbrara el horizonte, pues los ciervos hablaban, como el que aparece en la leyenda zamorana de "Los santos barqueros", prediciendo que, si lo mata el cazador, acabará también asesinando a sus padres, remedando a las tragedias griegas, los caballeros se metamorfoseaban en pájaros para visitar libremente a sus enamoradas, las naves surcaban los cielos y las hadas concedían deseos imposibles o provocaban grandes desgracias.

Sus lais son composiciones juglarescas que ella había oído cantar a los bardos bretones, acompañados de arpa o cítara (afortunadamente, siempre la música eleva los hechos de los hombres), relatos que ella transformó a través de sus vivencias, para así ofrecérnoslas desde una óptica culta.

Una de las más bellas tiene que ver con los árboles, esos que tanto me han impresionado en este viaje, y tal vez por eso deseo que todos la conozcan, se titula "Fresno" y se basa en la historia de una mujer murmuradora. Así lo comienza la autora: "Os contaré el lai de Fresno, según el relato que conozco. Vivían en Bretaña hace mucho tiempo dos caballeros que eran vecinos?"

Estos dos hombres tienen familia casi a la vez, la mujer del primero da a luz a mellizos y la mujer del segundo la acusa de ser infiel, pues tener gemelos en la Edad Media era símbolo de infidelidad.

Sin embargo, la mujer murmuradora tiene poco después dos hijas mellizas y no quiere sufrir en carne propia el daño que ella causó a su conocida. Por eso decide matar a una de las niñas, pero una de sus criadas le propone llevarla a un lugar lejano y dejarla para que alguien la encuentre. La madre la envuelve en un lienzo de lino y después en un tejido de seda recamado, y le ata con una cinta en el brazo un anillo con un topacio, para que quien la encuentre sepa que es de alto linaje. La criada se marcha con la niña y después de mucho caminar la deja abandonada frente a una abadía de monjas, en un fresno. El portero de la misma al ir a tocar a maitines y abrir la puerta ve las telas en el árbol, se acerca y descubre a la pequeña, que entrega a su hija viuda que tenía un niño de corta edad y le manda que la haga entrar en calor y la alimente, desde entonces la llamaron Fresno. Le confiesa lo ocurrido a la madre abadesa y esta la adopta como sobrina, comprendiendo que pertenece a una alta clase social por las ropas y la joya que llevaba.

Cuando la niña creció, un noble de la zona se enamoró perdidamente de ella y consiguió que la joven acabara huyendo con él para vivir en su castillo como su concubina. Era muy querida y respetada por todos, pero los amigos del señor le pidieron que se casara con una mujer de su mismo linaje para que esta le diera un heredero legítimo. El, tras mucho pensárselo, porque seguía enamorado de la joven, aceptó con la condición de que ellos le encontraran a la esposa idónea. Y le dijeron que había una joven muy bella, llamada Almendro, que sería la adecuada, y la boda se llevó a cabo, sin que saliera una mala palabra de la boca de Fresno, al contrario, el día de los esponsales, ella misma preparó el lecho de la pareja y puso en él la seda recamada con la que ella fue envuelta de pequeña, pues la conservaba intacta. La suegra pidió al esposo que repudiara a su amante, y ella misma la noche de bodas acompañó a su hija al lecho nupcial y quedó espantada cuando vio el tejido en el que envolviera a su otra hija al dársela a la sirvienta. Preguntó a un criado, y le dijo que su nombre era Fresno, y enseguida mandó la madre que la llevaran a su presencia. Esta le contó su historia y demostró con el anillo que era verdad, por lo que el matrimonio fue deshecho y el noble acabó casándose con su amada Fresno, mientras que a Almendro le encontraron otro esposo, por supuesto, de su misma posición social.

También aquí contamos con leyendas de árboles hermosos, entrelazados y enamorados. Ya les recordé hace tiempo la recogida por Argimiro Crespo en su libro "Memorias y Leyendas", titulada "El romance del roble de Codesal", donde se defiende que el amor a veces puede traspasar las fronteras de la muerte.

No somos tan diferentes, hay un nexo común entre los pueblos, que aflora cuando ahondamos en las raíces de su cultura. Solo se necesita de un poco de tiempo para pensar en ello y así hacer posible que una nueva luz alumbre el marco ordinario de nuestras vidas.