Acabo de volver de Oviedo con EL Club de Lectura de mi barrio, en una excursión de ida y vuelta para escuchar a Richard Ford, reciente Premio Princesa de Asturias de Las Letras. Parece ser que el galardón conlleva también "deberes" (eso que ahora chirría) con lectoras y lectores de su obra.

Una representación de Cien clubes de Lectura asociados a la Red de Bibliotecas Públicas, de Galicia, Castilla-La Mancha, Castilla y León, País Vasco, y Asturias llenamos el aforo del auditorio. Cerca de dos mil personas, atentas al ilustre escritor que desde un sillón marrón se enfrentaba gustoso "solo ante el peligro" a las preguntas cómplices, pero profundas de una experta editora.

El auditorio tiene la forma de un ojo cuya pupila enfoca al escenario de tal modo que, sospecho, abruma al escritor ser la convergencia de tanto forofo dispuesto a cantar interiormente los goles del conferenciante. Si este se viene arriba, como ocurrió más de una vez, con algún autor, la tensión inicial se torna en emoción, y casi llanto, por culpa de un público rendido a la magia de la "pluma parlante". Con el héroe presente, sus libros que leíste son trofeos que ya piensas poner visibles, al regreso, en el salón de tu casa. Así lo viví yo, mas no le transmití esta sensación a Richard Ford porque no hubo tiempo ni turno de preguntas espontáneas. Pero me torné varias veces abarcando con la mirada el óculo de butacas ocupadas, haciendo mi estadística: aunque soy de letras, "puedo prometer y prometo" que no me equivoco si digo que Los Clubes de Lectura, allí presentes, eran mayormente de "lectoras" y mucho menos de "lectores". Lo constato en el mío y se confirma en el acto del que hablo, en Oviedo, donde casi media España estaba allí representada, tocante a las amantes de los libros: vosotras, sí, las que encontráis el tiempo para leer, como quien baila en un ladrillo; y leer la nota de la profe, escondida en la mochila de la nena; vosotras que le tomáis la lección al nene que se sabe la lección sin abrir el libro. Vosotras, mujeres, que con los deberes hechos del día a día, abrís la puerta del sueño de los niños a la vera de la cama, con un cuento aderezado con vuestras lecturas.

(Mi madre me enseñó a leer y forrar libros. Le encantaba relatarnos de memoria sus lecturas de la escuela. Mi padre se mató a trabajar para que estudiara, le gustaba que lo hiciera en voz alta.)

Sin vosotras no tienen sonido las vocales de la vida. Seguid leyendo. Es vuestro triunfo y nuestro ejemplo.