Ha muerto Eduardo Galeano. El pasado mes de abril en Montevideo, ciudad que lo vio nacer.

Tenía 74 años y antes de convertirse en referencia intelectual para la izquierda latinoamericana fue un poco de todo. Obrero en una fábrica, dibujante, pintor, periodista, caricaturista, mensajero, mecanógrafo y cajero de banco entre otros oficios. Pero si por algo habrá de pasar a la posteridad será por su quehacer como escritor.

Cronista de los que dejan huella, su obra denuncia la situación de quienes están inmersos en una historia que los vuelve invisibles. Es el notario de los pueblos sin pasado y sin memoria. De los hombres y mujeres a quienes se les niega, metódicamente, el derecho a la existencia.

A esta estirpe de escritores pertenece Galeano. A la de los artesanos del pensamiento crítico: la pluma en una mano y en la otra la indignación nacida en el hambre y el desamparo.

Sus relatos condensan, a veces en un par de líneas, siglos de ignominia y explotación. Apelan a la conciencia y a la reflexión ética. No dejan indiferente al lector. Estremecen, sin necesidad de recurrir a construcciones lingüísticas aparatosas. Frases cortas y adjetivos cuidados son suficientes para enfrentarse con plasticidad narrativa a quienes condenan a los pueblos al anonimato.

Presenta los hechos y toma partido, pero, como buen cronista, sin alterarlos. Se limita a dejar hablar a los protagonistas narrando con exactitud lo que escucha o lo que ve. Lo esencial y lo accesorio, por más que disguste o incomode.

Él sabe que la verdad de una historia radica en los detalles y que su descripción minuciosa equivale al respeto por los hechos que se relatan. De ahí, su rigurosidad.

"Las venas abiertas de América Latina", su obra más representativa, se ha convertido en un libro sagrado para la izquierda sudamericana. Lo escribió en su juventud y es una crítica implacable, una diatriba feroz, contra las multinacionales que saquean países con el consentimiento de sus dirigentes, al tiempo que denuncia a quienes se transforman en sus lacayos falseando la realidad. No en vano, definía la historia oficial como "una larga ceremonia de autoelogio de los mandones que en el mundo son?".

Su compromiso fue siempre con "los de abajo". Era su poeta y, quizás por esta razón, los premios literarios le dieron la espalda. Pero a él no le importaba. Consciente de que el acto de escribir no es inocente ni gratuito, optó por el riesgo. Como él mismo dijera en alguna ocasión, se negó a ser neutral.

Cuentan, que en el bolsillo de su chaqueta siempre había sitio para una minúscula libreta. Al parecer, nunca salía de casa sin ella. Y es que, Eduardo Galeano rastreaba la vida en las cosas. Buscaba historias, pequeños fragmentos que narrar, en los murmullos de la calle.

Descanse en paz este hombre que tenía el don de la palabra y a quien, excepto la injusticia, según dicen, casi nada molestaba.