El teatro en Alemania era, históricamente, oral, algo secundario en el contexto de las artes. Un hecho decisivo que propició esta circunstancia fue la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que bloqueó la instalación de un teatro nacional alemán. No obstante, a partir del siglo XVIII surgen numerosos grupos de teatro alimentados por las rencillas de poder de duques y príncipes. El desorden social y político era extraordinariamente desalentador. Curiosamente, el dictador Bismark -llamado el canciller de Hierro- al conseguir la unidad de Alemania reforzó el criterio de localista teatral. Después de la unificación, Bismark consolidó su obra: admitió en la Confederación a los estados del Sur del Main; amplió los poderes del emperador y del canciller; concedió al Banco del Imperio el poder de emitir marcos; promulgó el Código de Procedimiento Civil y Criminal; estableció el servicio militar de siete años y germanizó a las minorías nacionales. La muerte de Guillermo I y el advenimiento, tras el brevísimo reinado del liberal Federico III, del joven Guillermo II provocaron la caída de Bismark. Es así que, en 1831, se abrió en Meiningen un teatro estable para drama y ópera, que funcionó con éxito durante cuarenta años. El condado de Meiningen -del distrito de Subil, junto al Werra, al pie del Rhön- perteneció al obispo de Wurzburgo, a los condes de Hennerberg y a los duques de Sajonia.

En 1866, durante la breve guerra entre Prusia y Austria, el duque Bernardo de Saxe-Meiningen buscó preservar su independencia aliándose con Austria. Al salir vencedora Prusia, fundó la Residencia de Meiningen, viéndose forzado a abdicar en su hijo, Jorge II.

Durante el reinado de su padre, el duque de Saxe-Meiningen se dedicó a enriquecerse en el campo humanístico y fue influenciado por la corriente alemana del realismo histórico.

En 1850, guiado por su afición al teatro, se trasladó a Londres para ver los montajes de Shakespeare realizados por Charles Kean en el Teatro Princess.

En su decisión de dedicarse como protagonista de primera fila al arte dramático, parece ser que tuvo mucho que ver la puesta en escena que Friedrich Haase hizo de "El mercader de Venecia".

El entusiasmo, entrega y profesionalidad del duque fue tal que llegó a ser, en el teatro de su principado, autor, director, actor y escenógrafo. Bodestet, elegido director artístico de Meiningen, se granjeó su confianza desde su disposición de representar a Shakespeare "al pie de la letra". Posteriormente, fue sustituido por Ludwig Kronede, hombre importante en el devenir de la compañía del duque.

En 1874 representó en Berlín "Julio César" con enorme éxito, llenando la sala veinte noches consecutivas; pero previamente la había trabajado hasta la extenuación, ya que formó parte de su repertorio desde 1867. El impacto causado fue impresionante y se representó en toda Alemania durante diecisiete años.

En cualquier caso, el montaje de "Julio César" de Meiningen tuvo dos lecturas -en la propia Alemania- distintas. La rigurosidad histórica -que el duque llevó siempre con extrema cautela- y el movimiento de masas hay que colocarlos en el lado positivo de la balanza. El tratamiento de las masas raya la perfección.

Cuando fueron a Londres en 1881, The Saturday Review la consideró "evidentemente teatral y su elocución monótona". El Daily Telegraph criticó sus "énfasis y gesticulaciones exageradas".

Antoine y Stanislavski no valoraron la actuación actoral, pero ambos quedaron entusiasmados por la dinámica del grupo. Sobre todo el segundo, quien siguió con meticulosa atención la figura de Meiningen.

Como señala Edward Braun, la originalidad del director alemán ha sido destacada con precisión por Lae Siminson:

Su carrera inauguró una nueva época en la producción teatral e hizo posible el subsiguiente desarrollo del arte teatral moderno, porque, eventualmente, convenció a cada director importante de Europa (?) de que el problema fundamental al que debe responder el diseñador de escena no es ¿a qué se va a parecer mi decorado y cómo quedará el actor en él?, sino, ¿qué hará hacer al actor mi decorado? Además, dejó claro que la acción dramática de una representación era un todo orgánico, un modelo en continuo movimiento, complejo pero unificado como los ritmos sinfónicos de la música orquestal. Al final de su carrera, la relación dinámica de un actor móvil y decorado inmóvil en continua interacción era un axioma definitivamente aceptado.

La decoración se ajustaba a las reglas lógicas del naturalismo y para resaltar las posibilidades plásticas, siempre que fuera posible, el piso se dividía en diferentes niveles, circunstancia que quedó reflejada tanto en el montaje de "La doncella de Orleans" de Schiller (en el ataque contra el campamento inglés: "un lugar circunscripto por rocas"), como en el de "La batalla de Arminius" de Kleits.

Las piezas de decoración hacia las cuales el actor debe caminar, deberían tener siempre por lo menos las dimensiones correctas relativas al ser humano sobre el escenario. Esta es la razón por la que el templo de "Iphgenie auf Tauris" de Goethe debería estar colocado "al frente del escenario de manera que las columnas se puedan extender hasta la parte superior de las bambalinas, por encima de las figuras humanas" (Edward Braun: "El director y la escena", Galerna, Buenos Aires, 1992).

Los actores nunca deberían apoyarse contra las piezas pintadas de la decoración. Si los actores se mueven libremente cerca del decorado, deben evitar el tocar las piezas pintadas, de tal modo que sacudan los objetos y se destruya la ilusión escénica; por otro lado, si son capaces de poder desplazarse de un lado a otro con demasiadas precauciones, evidenciando no mover la tela del bastidor, su tarea escénica transmite un sentimiento de constreñimiento y actúan obviamente de una forma anti-natural. Las piezas de decoración sobre las cuales el actor pueda apoyarse o sentarse deben fabricarse de materiales artificiales resistentes.

Cuando se usan piezas pintadas como esculpidas en un escenario, el director debería fijarse en que los diferentes materiales que se usen no logren dos efectos diferentes ya que esto rompería la ilusión en los espectadores. Por ejemplo, la transición de flores naturales o artificiales a otras pintadas se debe hacer con extraordinaria uniformidad, de tal manera que difícilmente se reconozcan unas de otras (Edgar Ceballos: "Principios de Dirección Escénica", Grupo Editorial Gaceta, México, 1992).

El naturalismo, en tanto que ruptura con un clasicismo degradado, un romanticismo no menos degradado y un melodrama en ocasiones degradante, fue preconizado por Emile Zola.

El término naturalismo fue adoptado por la crítica de arte en el siglo XIX y aplicado a las corrientes artísticas coetáneas (naturalismo de Courbet, naturalismo académico, etc.). Muchos tratadistas de arte y de estética han pretendido establecer un deslinde conceptual entre naturalismo y realismo, pero ninguno de los intentos de llegar a una precisión terminológica ha llegado a cobrar vigencia general. En la práctica, ambos términos se emplean indistintamente (como en tiempos de Courbet, en torno a cuya pintura empezaron a difundirse las calificaciones de naturalista y realista), o con cargas de significación que varían de un autor a otro.

En el prólogo que Zola escribió para la segunda edición de "Therese Raquín" (1868) estableció las bases teóricas de lo que debía de ser la novela experimental o naturalista: "El estudio del temperamento y las modificaciones profundas del organismo bajo la presión del medio y las circunstancias".

El naturalismo surgió de la confluencia de una corriente literaria -el realismo narrativo de Balzac, Stendhal, Flaubert y los Goncourt- con otra científica o ideológica -el positivismo de Comte, Berthetol, Taine y Claude Bernard-, y aspiraba a crear una novela científica.

En general, y salvo contadas excepciones, todas las escuelas artísticas se han propuesto -o por lo menos han pretendido- la reproducción de la Naturaleza, aunque algunas, por su modo especial de verla y considerarla, en vez de reproducirla la hayan alterado, desfigurándola o transformándola. Pero aun en el caso de que el artista se proponga la imitación de la Naturaleza sin alterarla, no basta con que la vea: es preciso que la sienta y la comprenda. Es ya una condición del artista el dar forma a los modelos que la Naturaleza pone ante nuestros ojos, pero no basta esta facultad para la creación de obras bellas; hace falta que el artista transmita a sus creaciones la potencia emotiva que reside en su alma; y aún hace falta más: hace falta eliminar, elegir, no tomar sino aquellas formas y medios de expresión de la Naturaleza capaces de ser traducidos en belleza.

Conviene aquí establecer la diferencia existente entre Naturalismo y Realismo. Este último no imita más que lo real, lo que es capaz de ser captado por los sentidos y los raros sentimientos que pueden ser traducidos materialmente; de modo que si bien es capaz de reproducir admirablemente lo externo de las cosas, no puede ir más allá de lo epidérmico. El naturalismo se refiere a toda la Naturaleza, tanto la interna como la externa, la visible, como la invisible.

Reville dice literalmente: "La belleza de la obra de arte no consiste única ni primeramente en la belleza que pueda poseer la realidad reproducida, sino en la belleza de la forma en la que representa el artista, en la belleza de la emoción personal reflejada en ella, o, lo que es lo mismo, en la belleza de la expresión. Reproducir fielmente la realidad, bella o no bella, que contemplamos y expresar con originalidad la emoción que en nosotros produce y la forma que en nuestra representación mental reviste".

Pronto, la nueva escuela -como toda doctrina revolucionaria- cayó en la exageración y el exclusivismo, siendo Zola -esforzado paladín del naturalismo- quien más contribuyó a ello, no solo formulando la teoría naturalista, en sus estudios crítico- literarios, sino por medio de sus discutidas novelas, en las que aplicó los principios sustentados en dichos estudios; sobre todo, en el que lleva por título "La novela experimental", en donde sostiene que el método del novelista moderno ha de ser el mismo que prescribe el médico Claude Bernard en su "Introducción al estudio de la medicina experimental", y afirma que en todo se refiere a dichas doctrinas sin más que escribir novelista donde Claude Bernard puso médico.

Por otra parte, en su estudio "La cuestión palpitante", Pardo Bazán afirmaba que "someter el pensamiento y la pasión a las mismas leyes que determinan la caída de la piedra; considerar exclusivamente las influencias físico-químicas, prescindiendo hasta de la espontaneidad individual, es lo que se propone el naturalismo y lo que Zola llama en otro pasaje de sus obras mostrar y poner de realce la bestia humana".