La modernidad, en el ámbito de la vida política occidental, vino marcada, entre otras cosas, por la fragmentación de las viejas sociedades al caer el Antiguo Régimen, articulándose desde ese momento los relatos públicos a través de cuatro grandes rupturas que son las que han marcado las fracturas sociales desde entonces en todo el mundo. La convulsa Europa de los años treinta del pasado siglo XX, -y España fue una buena metáfora de ello-, fue un mundo en ebullición en el que no se encontraron consensos básicos para ninguna de aquellas cuatro grandes rupturas: la que enfrentaba al capital con el trabajo (izquierda frente a derecha), al campo con la ciudad, a la Iglesia con el Estado y, finalmente, al centro con la periferia.

Tras la congelación de estos problemas que supuso la larga dictadura franquista, la España de la concordia que los españoles estrenamos en 1978 parecía haber dejado abiertas solo dos de aquellas rupturas: la que enfrentaba a la izquierda y a la derecha, una ruptura clásica que sigue presidiendo la vida política en todo occidente, y la que enfrentaba a los nacionalismos periféricos, cruentos o incruentos, con el Estado central, ante la evidente debilidad del proyecto nacionalizador español durante el siglo XIX. Los otros dos conflictos, pensábamos, se habían ido disolviendo a lo largo de los últimos años de la dictadura: el cambio tectónico que supuso el trasvase de población del campo a la ciudad y el proceso secularizador que dicho movimiento trajo consigo parecían haber acabado para siempre, tanto con los conflictos religiosos, como con los que enfrentaban al campo con la ciudad. La superación de dichos conflictos debería de haber llegado, en buena teoría, en el marco de una sociedad libre y avanzada, sobre la base del respeto y de la integración de las demandas que tanto unos como otros planteaban en el discurso público.

Sin embargo, hay motivos para pensar que las otras dos rupturas están menos cerradas de lo que parece. Centrándonos el caso de la ruptura entre el campo y la ciudad, parece más bien que nos hemos limitado, como sociedad, a olvidar el problema más que a resolverlo. Después de más de cuarenta años de crecimiento económico, las diferencias de renta y de oportunidades entre las zonas urbanas y las rurales siguen causando sonrojo en nuestro país. Son muchos los españoles que a lo largo de todo el año, o en períodos estacionales, no pueden ejercer sus derechos por vivir fuera de los entornos urbanos. Y si el poder constituyente garantizó a los ciudadanos el derecho a vivir en cualquier parte del territorio, y si los impuestos no se pagan en función de la zona de residencia, sino de la capacidad económica, entonces la paradoja es completa: en muchas zonas de la España rural los ciudadanos no pueden ejercer su derecho a la seguridad vial, porque las carreteras locales o provinciales, están en muchos casos en un estado lamentable, sin que a nadie parezca preocuparle. Dentro de la movilidad, es también recurrente el debate del ferrocarril, como si garantizar el derecho a la movilidad por el territorio dependiera únicamente de la cuenta de resultados de una empresa pública. Levantando la vista y abandonando la movilidad, el panorama sigue siendo desolador: en una economía que ha de premiar el talento y utilizar a las TIC como palanca de cambio de modelo productivo, en muchas zonas rurales, los ciudadanos no tienen derecho a conectarse a Internet a una velocidad razonable, ni desde el fijo ni desde el móvil, y deben ver cómo sus hijos han de realizar por carretera decenas de kilómetros para examinarse de la prueba de acceso a la universidad. Los ejemplos son innumerables: una hora de coche para ver al especialista, la ausencia de pediatra en el centro de salud, proyectos para cerrar los juzgados de primera instancia y concentrarlos solo en las zonas urbanas.?

Los problemas de las zonas rurales siguen sin resolverse, aunque ya no se hable de ellos. En este sentido, la ruptura campo / ciudad corre peor suerte que la que enfrenta al poder religioso con el civil ya que al menos ésta, de manera recurrente, ocupa el debate público en nuestro país. Da la sensación, leyendo la prensa, de que muchos responsables políticos consideran que España es poco más que Madrid y Barcelona más un montón de territorios costeros. Y que por ello la solución para todos los problemas es cerrar los pueblos y obligar a la gente a vivir en las dos o tres grandes ciudades que acabarán configurando España: una especie de México con toda la población concentrada en un par de ciudades y un mundo rural abandonado a su suerte. Es ilustrativo, en este sentido, la magnífica viñeta que publicó hace unas semanas José María Nieto y en la que un brillante asesor económico, después de señalar que "ahorraríamos mucho dinero prescindiendo del AVE que aún no se ha construido", tras una pausa de reflexión llegaba a la conclusión lógica de que "ahorraríamos mucho más prescindiendo de las zonas de España que no tienen AVE".

Iniciaba Jon Juaristi su magnífica biografía de Miguel de Unamuno, publicada por Javier Gomá en la colección Españoles eminentes, recordándonos a todos que "las tensiones entre la ciudad y el campo son tan antiguas como los primeros castros fortificados del Neolítico, muy anteriores a la aparición de la escritura. A través de la historia, los hombres de las ciudades y los de los campos circundantes han luchado entre sí con toda suerte de pretextos". Más de cinco mil años después, estas tensiones siguen presentes, aunque ya no hablemos de ellas.