Un año muy desigual, muy «envidioso». Así define un agricultor de Tierra de Campos la campaña cerealista en la provincia, que se acaba de iniciar con muchas incógnitas. Algunas cosechadoras ya han empezado a hacer su trabajo y la primera constatación no es ninguna sorpresa: hay mucha paja. Los rastrojos son más visibles que nunca y la imagen retrotrae a muchas décadas atrás, cuando las gavillas llenaban las parcelas tras el paso quejumbroso de las viejas máquinas cosechadoras, que solo hacían el trabajo a medias, el de cortar.

Lo que se ha cosechado hasta ahora, la mayoría para forraje, no resuelve las incógnitas. Los cerealistas aseguran que la cosecha va a ser menor de lo esperado. Que en Castilla y León va a estar por debajo de los 5,5 millones de toneladas, con rendimientos medios, en el caso de la provincia de Zamora, que no van a superar los 3.000 kilos por hectárea, según datos que maneja Asaja Zamora.

Esta por ver si la merma que prevén los cerealistas se confirma. Todas las organizaciones profesionales agrarias han denunciado en las últimas semanas la incidencia de determinadas plagas de hongos y de un fuerte ataque de nefasia (gusano de la espiga), enfermedades que han tenido una gran incidencia en algunas zonas por el exceso de humedad.

Aunque en el caso de la cebada, el secado del grano ha sido correcto, sí que se han producido desfases muy fuertes de temperatura entre la madrugada y la noche y el mediodía, por lo que es previsible que haya afectado al peso específico.

Esta campaña no ha habido olas de calor, como ocurrió en la pasada, pero, con el trigo en algunas zonas todavía «muy tierno» se teme el fuerte aumento de temperaturas que se prevé para esta semana (el termómetro podría llegar a 36 grados el sábado y a 35 viernes y domingo), lo que podría afectar a muchos sembrados, sobre todo de las comarcas del sur de la provincia, principalmente la Guareña, donde este cereal todavía no ha completado su proceso vegetativo.

La recolección, sobre todo de cebada, se podría generalizar la próxima semana. Entonces se empezará a saber si se cumplen las previsiones (negativas) de las organizaciones agrarias o las (positivas) de la Administración regional.

Nada es lo que era, afortunadamente, porque si no seguiríamos en las cavernas. El paso del tiempo, eso sí, tiene la facultad de aventar la realidad y de llevarse el poso más negro; solo queda en el cedazo lo que más brilla. Y por eso los recuerdos están amañados por el espíritu de supervivencia. La -farragosa- explicación tiene que ver con lo que voy a contar ahora, con las reflexiones sobre la siega de antaño, sublimadas por los años y por la natural inocencia de la niñez, que no es tal, sino cuando pasa el tiempo.

Uno revive esos veranos de amarillo sudado, cuando ya la siega de sol a sol, hoz en ristre y cuadrillas de decenas de personas, se había ido por los flecos del calendario. Los estíos que a uno le tocó vivir fueron los del cambio, la llegada a los pueblos del progreso, en forma de máquinas segadoras, que iban tumbando las gavillas sobre la viesa.

La mies, adormecida y derrotada por la cuchilla reluciente de aquel artilugio que se abrazaba a la marca Ajuria, era después atada o no, pero siempre acababa en el carro de mulas, recrecido con estacones. O en el remolque de los primeros tractores, que llegaban al campo resoplando «te arruino, te arruino», estribillo que soltaban con mala leche los descreídos y coñones.

La hoz colgaba en la tenada todo el año. Solo se utilizaba entonces para segar algarrobas o garbanzos, sobre todo esta leguminosa, la más recatada y tímida, que elige para separarse de la tierra que la vio nacer, las madrugadas de finales de julio y amanecidas agosteñas.

El bálago y el grano se esparcía en las eras. El filo inmisericorde de las piedras de sílex de los trillos, labrados en Cantalejo, y la fuerza de los cantos rodados de las eras hacían el trabajo sucio de reventar el trigo y la cebada. El grano después de vueltas y vueltas (otra vez el círculo como fuente de vida) se mostraba desnudo, sin apoyaturas ni argañas. Era la hora, siempre tardía, de cambizar, de levantar los parvones que entonces eran el futuro sin sobresaltos. Todo se aprovechaba y hasta se barrían los restos de la trilla con escobas de agujeras. En medio, claro, la merienda, que incluía un menú de lujo: tocino cocido y cebolla, aderezado por los chascarrillos de mi tío Marino.

Cuando ya el verano pedía tierra, era el tiempo de limpiar, con otra máquina de manivela también de Ajuria, donde el proceso mediante cribos dejaba el grano expedito. Los bieldos solo quedaban ya entonces para garbanzos y legumbres que soltaban las granzas después de muchos meneos cara al viento.

Después, pasado el tiempo, llegaron al campo zamorano las primeras máquinas cosechadoras de cereales. Vinieron del sur, después de ser probadas con relativo éxito en Extremadura y Andalucía. El uso continuado, sin descanso, hacía que fallaran más de lo deseado. Las averías suponían una tragedia para los dueños de las cosechadoras, pero también para los agricultores, que enfermaban de tortícolis de tanto mirar al cielo para intentar disipar esas nubes reventonas preñadas de tronadas y de lo peor, granizo.

Ahora, las cosechadoras son enormes y se comen todo lo que se mueve en el campo. A finales de julio no quedará nada en el campo, ni paja. Son otros tiempos. El grano ya no es futuro, es presente. No para en las paneras. Se disipa en un instante. Y empezar otra vez el ciclo. Cada vez más corto.