Desde que se creó el Estado de las autonomías, con lo del café para todos y un Suárez que a todo decía que sí, las comunidades no han dejado de ser objeto de debate. La polémica ha llegado al máximo en tiempo de crisis, al conocer los gastos e inmensos despilfarros que el invento viene generando y que se deja traducir en las grandes deudas que arruinan el país. Martín Villa ha reconocido hace poco, sobre este tema, que no fueron la panacea que se creyó entonces. Y la opinión pública, a través de encuestas y sondeos, se muestra partidaria de la reforma de la Constitución y la refundación del Estado, con la desaparición de los entes autonómicos o, al menos, la reducción del número actual de comunidades.

Pero, naturalmente, la tropa política que lleva décadas disfrutando del poder no está por la labor en absoluto. Ni PP ni PSOE quieren saber nada del asunto. Se ponen las orejeras y siguen rectos y decididos su camino, por el que tan extraordinariamente bien les va. El paro sigue creciendo, el malestar ciudadano es patente, los derechos adquiridos se recortan, la corrupción generalizada ha pasado a ser la segunda preocupación de los españoles, pero nada de eso les importa. Unas superficiales reformas administrativas para que parezca que algo cambia cuando todo continúa igual, y se acabó. Ni piensan reformar la Carta Magna, ni el Estado, ni las autonomías, ni apenas las instituciones. Nada de nada. Ni siquiera les debe inquietar que los electores llegue un día que se harten y que ni siquiera acudan a las urnas o si lo hacen voten a favor de otras opciones, populistas o extremas o minoritarias. Tan encastillados y seguros están.

Sin embargo, la insostenibilidad del Estado de las autonomías está ahí, en la sociedad, que vuelve a pensar en el centralismo como única solución eficaz. Un imposible, porque los que mandan no quieren, pero que ha servido para que se empiecen a sugerir distintas reformas que, aun manteniendo la situación, la harían más racional y en todo caso más barata. Hay demasiados entes autonómicos, incluso uniprovinciales algunos, todo un lujo que, por supuesto, pagan los contribuyentes. Una de las tesis primeras es la que aboga por la desaparición precisamente de esas comunidades menores, que pasarían a integrarse en otras regiones vecinas, lo que supondría que el número se reduciría a poco más de la mitad.

En igual línea, muy recientemente ha sido presentado un libro, cuyo título hace referencia al Estado devorado por los 17 «estaditos», del que es autor un catedrático de economía, Tomás Ramón Fernández, que propone reducir el número de comunidades hasta un máximo de 13. Ni una más. Sostiene el autor que las cosas han ido demasiado lejos, que el invento se nos ha ido de las manos y que ello obliga a una profunda reforma. Contempla también como innecesarias las comunidades más pequeñas y de menor población y dibuja un nuevo mapa regional, con Castilla la Nueva y Castilla la Vieja y una comunidad astur-leonesa en la que entrarían León, Salamanca y Zamora. Pero no para ahí la cosa, ya que entiende que el cambio habría de completarse con un nuevo régimen local pues no se pueden mantener artificialmente 8.000 municipios de los cuales la inmensa mayoría carece de viabilidad. Pura utopía todo, por desgracia.