Los rotundos parlares aseveran, sin asmas, por estas tierras de carámbano (donde el cuerpo tirita, se cae la moquita y se soplan las uñas), que los «ruiseñores -digo- enseñan a sus polluelos el silabario del cante ya dentro del huevo, al incubarlos. Los adiestran con los latidos del corazón en las plumas, antes de salir a medir el mundo con el libre vuelo. Como lo hacen los padres, ya desde el beso (primer verso amoroso) al enseñar a hablar, a andar a los hijos, a empinarse después del tropiezo, que luego perfeccionarán los maestros más respetados y admirados; o los mismos ancianos, esos abuelos que llevan garabateada la historia de esta España nuestra en sus cicatrices, ya escrita en rojo, ya en azul y que, luego, nos la van transmitiendo entre pesares y gozos. Igualito que las aves a sus polluelos o los caimanes a los suyos. Amén.

Como mi alborotada lengua habla de los ruiseñores, con ellos sigo antes de saltar los regatos de la impaciencia. Por lo visto -y eso lo sabrán de pies a cigüeña los ornitólogos- estos pajarillos están enamorados con locura de la libertad.

-¡La libertad! ¿Quién no? ¡Ah, la libertad sin alas!

Y por esa razón, la de la libertad, la emancipación, la independencia (derecho de los cuerpos y los espíritus desde el nacimiento, que nadie es dueño de la luz del sol, del agua de los mares, del perfume de las rosas?), cuando un ruiseñor de edad avanzada es capturado y encerrado entre barrotes, mazmorras de dioses, deja de cantar. Y muere sin suicidio. Se abandona a la muerte lentamente, sin clamor ni rebeldía. Silencio resignado, injusto. ¿O no?

-¿Deja de cantar el ruiseñor? Eso dicen las palabras sabias, con savia. Yo, amén de soldado chusquero.

Con su mudez «se venga del pajarero» por haberlo privado de libertad. ¡Maldita sea! Los viejos ya no cantan. No los quieren. Prefieren a los jóvenes, a esos jovencillos que aprendieron a gorgojear y a trisar de sus mayores; porque, para los dueños (según sus egoísmos inconfesables), gozan de pulmón nuevo, sangre fresca, plumas endiosadas y ganas de quebrar el aire con su voz elegante y divina. En la jaula?, claro. Su edad (in)+madura los hace presumidos, apasionados del aplauso sin libertad. Incapaces de romper las verjas que los aprisiona. Revolucionarse. En verano, mudan de color y tono del canto; muy distinto en primavera. Cambian de color y tono, de camisa e himno. Es lo propio. Las zancadas en el camino de los días sin rumbo se almacenan en la vejez. Somos lo que sembramos y vivimos de ello. Yo barrunto, quizá esté equivocado.

Todo ser, con o sin plumas, en plena efervescencia, se figura; luego se desfigura y más tarde se transfigura. ¿O no? Leamos los periódicos. No cito nombres por no ensuciar la blancura de mi folio. Jaula para ellos; urracas siempre arrebañando los metales más preciosos de los pobres sin estrella.

-¡Los ruiseñores viejos! ¡Los ruiseñores jóvenes!

Me corroe la memoria, ahora, mientras escribo lo que pienso y digo lo que no debo, el romance del prisionero que todos recordamos: «Que por mayo era, por mayo, / cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan /y están los campos en flor, / cuando canta la calandria / y responde el ruiseñor, / cuando los enamorados van a servir al amor; / sino yo, triste, cuitado, / que vivo en esta prisión; / que ni sé cuándo es de día / ni cuándo las noches son, / sino por una avecilla / que me cantaba el albor. / Matómela un ballestero; / déle Dios mal galardón».

Ayer la tarde soplaba frío. El anciano estaba allí, sentado en un banco de La Alameda. Aterido, rígido, pasmado. Esperaba, impaciente, la salida de los niños de la escuela. Venerable mirada. Los chavales brotaban en tropel, galopaban como potrillos. Uno de ellos le gritó desde la lejanía, mostrándole una hoja coloreada: «¡Abuelo!». Era el dibujo de una jaula con un ruiseñor dentro. El abuelo se emocionó. Lágrima en rostro, besó al niño. ¿Qué estarían pensando las horas de la tarde del ácido invierno? ¿Qué?