Ocurre aquí, pero también en todas partes: una mayoría de los ciudadanos no se considera ya mínimamente representada por los partidos políticos.

Han derivado estos en comportamientos autistas. Han perdido el contacto con la calle, con la sociedad civil y están los profesionales de la política como en una pecera. No se cree que encarnen ya el sentido ético, la abnegación que cabría esperar de quienes se dedican al servicio público.

¿Para qué sirven los políticos?, se preguntan cada vez más los ciudadanos cuando ven su total claudicación ante la razón económica, su impotencia, cuando no connivencia, con un sector financiero cada vez más voraz e insolidario. La política sucumbe a la economía y esta subvierte a ojos vista la democracia.

Ante esta situación, unos ciudadanos se resignan, como mal menor, a ser gobernados por tecnócratas no electos, como ocurre en Italia, con el actual primer ministro, Mario Monti. Otros encuentran refugio en un populismo de nuevo signo como el que representa en ese país el cómico Beppe Grillo y su movimiento «Cinco Estrellas».

O se sienten tentados, como sucede en Alemania, por un partido aún sin programa, sin una ideología ni contenidos claros, dado al dilentantismo, del que no se sabe muy bien si está a la derecha o a la izquierda, pero que encuentra su razón de ser en la consulta permanente con sus simpatizantes a través de las redes sociales.

Buscan estos últimos, los piratas alemanes, la democracia directa, sin intermediarios. Un poco como ocurre en el mundo de la información con la proliferación de las redes sociales y los blogs, que parecen hacer superfluos los medios tradicionales, los únicos capaces, pese a todo, de poner un poco de orden en esa cacofonía en que ha degenerado el mundo digital.

Hay quienes se refugian en el abstencionismo, fenómeno cada vez más extendido en todas partes, pero otros sucumben a los cantos de sirena de los nacionalismos, que buscan cohesionar al electorado a base de inventarse mitos fundacionales, agravios históricos y enemigos.

Si se quiere salvar la democracia, los partidos políticos, que deberían ser hoy, digámoslo bien claro, más necesarios que nunca, no pueden seguir ni un minuto más como hasta ahora, impermeables a lo que ocurre a su alrededor.

Tienen quienes nos gobiernan que salir de sus despachos, bajarse de sus coches oficiales, respirar el aire de la calle, escuchar a los nuevos movimientos sociales.

Ellos, y quienes están en la oposición y aguardan su turno, han de acabar de una vez con las listas cerradas y bloqueadas, que son producto siempre de componendas y premian al más dócil y servil y no al más valiente, crítico e imaginativo.

Hay que acabar con los partidos-máquina, integrados por gente que ha hecho de la política una profesión que confiere privilegios y prebendas.

Y los ciudadanos tenemos que exigírselo desde la calle, desde los medios, desde las escuelas y la Universidad, desde las fábricas y desde cualquier otra plataforma, pues como dice el filósofo italiano Paolo Flores D'Arcais, «si queremos ser ciudadanos, estamos obligados a ser militantes porque la democracia es sobre todo y siempre lucha-por-la-democracia».