En cierta ocasión Jesús quiso conocer por sus discípulos la opinión que las gentes tenían de Él. Aquella experiencia no puede aducirse como prueba de credibilidad de las encuestas: solamente acertó Pedro, inspirado de lo Alto. Ha pasado más de medio siglo desde que el novelista José María Gironella, a la sazón en la cima de la popularidad, sometiera a encuesta rigurosa la famosa y siempre discutible religiosidad española. Seleccionó cien figuras nacionales de reconocido prestigio y les envió un cuestionario con siete preguntas idénticas para todos y una estrictamente personal. «¿Cree usted en Dios? ¿Cree que Jesucristo era Dios? ¿Cree que hay en nosotros algo que sobrevive a la muerte corporal?». Evidentemente las respuestas se encontraban en el credo. Otras preguntas se referían a peliagudas cuestiones del momento: «¿A qué atribuye las persecuciones religiosas en España?». «Cree que el Concilio ha sido eficaz?». La encuesta fue publicada (l969) en un grueso libro titulado «100 españoles y Dios». Entre los cien de la fama figuraban catedráticos, políticos, periodistas, novelistas, poetas, autores y actores de teatro, humoristas, pintores y otros profesionales que componían una estampa verdadera y sugestiva del momento cultural. A la osada iniciativa de José María Gironella correspondieron los encuestados con la valentía que supone desnudar el alma a los ojos de los demás. En unas respuestas de los creyentes se advertía la fe simple y entera; en otras, la creencia sólidamente argumentada; en algunas, petulancia fundamentalista o ciertos pujos progresistas; los ateos y agnósticos, no tan pocos como ahora podría suponerse, discurrían por conocidos vericuetos de pretendida racionalidad. En este tipo de confesiones públicas se hace necesario resistir la tentación del petulante fariseo. Pero, aun reconociendo en este tipo de confesiones públicas posibilidad de desvío farisaico, la encuesta «100 españoles y Dios» merece ser aceptada como un espejo fidedigno de la religiosidad española en aquellos años.

Anoche me topé con un ejemplar del libro citado, que me entretuvo el insomnio hasta el amanecer. Más de una vez le oí decir a Sainz de Robles que más que muchos lectores le interesaba contar con relectores entusiastas, porque poco vale una obra que no reclama ser releída más de una vez. Es comprensible que nos dejemos llevar de emotiva curiosidad por recordar qué, cómo y por qué creían esos personajes que habíamos conocido a lo largo de muchos años. Es verdad que de la relectura no esperamos notables sorpresas: conocido el nombre del encuestado nos imaginábamos la respuesta; se intuían las respuestas y los argumentarios de Adolfo Muñoz Alonso y de Enrique Miret Magdalena, dos creyentes de parecida ejemplaridad y muy variada lección; y no causan la menor extrañeza las justificaciones de la increencia de Adolfo Marsillac y Miguel Gila, aunque nuestro querido humorista se empeñara en discurrir por los cerros de la alta filosofía.

La relectura de «100 españoles y Dios» plantea, de modo espontáneo y lógico, una cuestión actual y trascendente: ¿Sería conveniente realizar hoy una encuesta con las mismas preguntas a otros cien españoles famosos? ¿Contestarían éstos con la valentía, claridad y sinceridad de los encuestados por José María Gironella? Parecería honesto que se diera a los ateos y agnósticos, presuntamente de la izquierda política, la proporcionalidad que por su número les corresponde. Es seguro que ninguno de ellos se negaría a participar en esa prueba de la religiosidad española; tal vez no podría decirse lo mismo de los creyentes, presuntamente de la derecha menos tradicional que era: la izquierda no tiene reparos en manifestarse arreligiosa; la derecha se muestra orgullosa de proclamarse aconfesional. Entonces, no resulta absurdo suponer que se daría más de una sorpresa en la encuesta. Lo que no ofrece duda es que el resultado de la consulta no sería tan claro, convincente y positivo como el de la realizada por Gironella. La situación religiosa de hoy no admite comparación con la detectada hace más de medio siglo. Pero en cualquier caso, la encuesta no es desdeñable. Acaso sobraran un par de preguntas de la anterior: someter a juicio ahora la eficacia del Vaticano II se nos antoja innecesario; basta con el barómetro que mide el árbol por sus obras.

Ustedes dirán.