La soberanía reside en el pueblo, dice nuestra Constitución Española, que es la de la nación y por lo tanto la de todos sus órdenes territoriales inferiores, llámense éstos municipios, provincias o comunidades autónomas. La soberanía reside en el pueblo español en su conjunto, la soberanía no es susceptible de ser troceada en compartimentos locales o regionales. Pero recordar lo que dice la Constitución en este asunto, como en algunos otros, es un lujo que no podemos permitirnos sin que a uno lo miren como a un bicho raro o se le tache de reaccionario, antidemocrático o cualquier otra estupidez de las que conforman la opinión institucionalizada como correcta.

España está al borde de un abismo del que no sabemos cómo, ni sobre todo cuándo, podrá salir para volver a una dinámica de normalidad y progreso. España se hunde en el fango de la ruina económica, del goteo imparable del cierre de empresas, de la muerte civil de miles de autónomos, de los seis millones de parados. Todos sabemos, aquí dentro y también ahí fuera, que la mayor vía de nuestra hemorragia de gasto público proviene del aparato institucional del Estado. De la sobreabundancia de niveles administrativos, de políticos y funcionarios públicos de todo tipo, de carrera, eventuales, sobrevenidos, asimilados, etc.

Fundamentalmente, la economía productiva de España se descapitaliza por la imparable absorción de recursos económicos por el sector público, que a través de la escalada de impuestos va robando la riqueza a aquellos que la crean para fundirla en muchos casos en gastos perfectamente prescindibles para todos excepto para quienes solo sienten la imperiosa necesidad de darse importancia política.

Y las flechas de todos los analistas internacionales, como las de los nacionales que parten de la objetividad, apuntan a las comunidades autónomas (además de a las difícilmente comprensibles diputaciones) como el escalón en el que más gasto improductivo e injustificable se mantiene. Pero hete aquí, que el único ámbito en el que el gobierno de la nación no puede osar recortar u obligar a cumplir la ley es el autonómico.

Se trata de un problema con tres causas bien marcadas. La primera, el empeño de los políticos autonómicos por marcar su independencia y su importancia histórica, absolutamente ficticia en todos los casos, pero que han logrado colarla como verdad absoluta en el imaginario colectivo. La segunda, la falta de arrestos de los sucesivos gobiernos centrales para marcar los límites racionales a la expansión autonomista. La tercera, la indiferencia con la que los ciudadanos hemos contemplado (y aún contemplamos) los alardes de despilfarro de unos gobiernos regionales cuyos riesgos evidentes no se tomaron en serio.

Luego llegan las consecuencias, en forma de crisis económica insostenible. De falta de credibilidad internacional. De pérdida de competitividad por la fragmentación del mercado interior y de las múltiples normativas que hacen que los mismos servicios o productos tengan que cumplir distintos requisitos en regiones colindantes. Quién le pone el cascabel al gato.

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