El día de mi cumpleaños, repaso la prensa a la hora del desayuno con la agradable sensación de estar todavía sano y con ganas de disfrutar moderadamente de la existencia. Pese al bienestar coyuntural (el café y los churros provocan efectos euforizantes), las noticias no ayudan a dar una visión optimista del futuro inmediato. Y los comentarios, menos todavía. De los comentarios se desprende el amargo sentimiento de que todos hemos sido víctimas de una estafa generalizada. Una estafa perpetrada por el capitalismo financiero transnacional que, después de salvarse de la quiebra gracias a los fondos públicos prestados a interés cero por los Gobiernos, pretende ahora reducir el déficit creado por esa operación de salvamento cobrándonos el rescate de la deuda a precio de oro. Un precio tan alto, y tan inasumible, que ha obligado a esos mismos Gobiernos a recortar el gasto social, bajándole el sueldo a los funcionarios, congelando las pensiones y suprimiendo derechos laborales largamente peleados. Por supuesto que la autoría de esta estafa, de dimensiones planetarias (según los comentaristas), no puede serle achacada en exclusiva al capitalismo financiero transnacional, sino también al conjunto de la clase política que ocupa posiciones de poder dentro de los Estados, y a los medios de comunicación que han contribuido a engañar a la población, metiéndole miedo en el cuerpo con la inevitabilidad de la catástrofe y con la necesidad de hacer grandes sacrificios para superarla. Todo eso es verdad, pero no veo de qué se sorprenden los comentaristas. El engaño permanente y las mentiras de difusión masiva son algunas de las tácticas preferidas por el sistema para mantener en la sombra sus verdaderos objetivos. Y vienen siendo utilizados desde hace mucho tiempo para resolver los problemas concretos que van surgiendo. La diferencia es que ahora se trata de una crisis general y, descartada una guerra a gran escala para solucionarla y empezar de nuevo (el único enemigo que nos queda vive pobremente en una cueva de Asia), la otra forma de esquivarla es que los políticos y los medios de comunicación convenzan a los ciudadanos para que acepten como mal menor las duras medidas que van a aplicárseles. Por supuesto, no es descartable que el malestar ciudadano degenere en algún caso en un motín, pero ahí tenemos unas policías bien adiestradas para reducir a los díscolos. Y si la contestación llegara a desbordarse en algún momento, aún podemos echar mano de sucesos desagradables y supuestamente fuera de control para descalificar las protestas y disuadir a la gente pacífica de que se eche a la calle a protestar junto con los violentos y los agitadores profesionales. Además de esto, contamos con una batería enorme de instrumentos de amortiguación social en la industria del entretenimiento doméstico (películas, retransmisiones deportivas, eventos musicales, cotilleo, etc.) para mantener a la gente pegada al sillón del cuarto de estar. El drama de las masas modernas, después de haber sido estafadas por sus líderes, es que no saben afrontar con valentía ese sentimiento de orfandad y de engaño. Ya lo dijo Felipe González cuando percibió que existía una amplia oposición a la permanencia en la OTAN durante el referéndum que él mismo había convocado. «¿Si sale el "No" -preguntó astutamente- quién va a gestionarlo?». Nos encontramos ante una situación parecida. Los más estamos siendo estafados por los menos, pero no sabemos usar de esa abrumadora superioridad numérica para defender nuestros derechos. Más que un drama, es un escarnio.