La estación de autobuses de Zamora era un hervidero de jóvenes durante la mañana de Viernes Santo. Salvo algún desnortado como yo, que ya ando por los cincuenta y tantos, creo que la media de edad de los que se disponían a viajar en ese medio de transporte y que iban llenando los autocares no superaba los 25 años. En el vestíbulo de la terminal, a falta de bancos, la muchachada se agolpaba por los rincones con claros vestigios en la cara de haber pasado la noche en blanco. Ante los coches con destino a Salamanca, algunos de los cuales hacen paradas en los pueblos del trayecto, se formaban largas colas de chavales y chavalas que hacían intransitable el andén y hasta ocupaban a ratos las dársenas. Y no era día lectivo en la universidad ni víspera de serlo. Otros destinos tenían igualmente una clientela de características calcadas, como el servicio directo hacia Benavente, que en un tris abarrotó un autobús sólo con adolescentes. Segundas expediciones irían dejando a los jóvenes viajeros por goteo en casi todos los pueblos, en algunos de los cuales yo creí que no quedaban más que sexagenarios. Cosas de las vacaciones. Tanto durante la espera en la estación como después en el autobús en el que me sentí el abuelo de la expedición, no escuché un solo lamento por la suspensión de la procesión de Jesús Nazareno y sí numerosos mecachis por la frustración de no sé qué botellón y comentarios diversos sobre una noche de juerga que no discurrió según lo planificado. La mayoría de los quejosos habían acabado pasando por la taquilla de algún local de copas y, aunque así habían sorteado los caprichos de la climatología, eso no era del todo lo previsto. A la misma hora, en los arcenes de varias carreteras y en alguna gasolinera, la Guardia Civil de Tráfico tenía en fila a varios automóviles ocupados siempre por mozas pollas y mozos imberbes, que se disponían a realizar un examen no incluido en el currículo de la carrera: la prueba de la alcoholemia. Eran los coletazos de una madrugada de Viernes Santo sin procesión.

Una cara distinta de nuestra Semana Santa, quizá minoritaria, pero tan real como la del chiquillo que, asido de la mano de su padre ante en la Plaza Mayor, lloraba por no haber podido desfilar; o como la de ese zamorano que se había hecho 800 kilómetros de carretera en la víspera para ver el baile del Cinco de Copas ante la iglesia de San Juan y no tuvo más perspectiva ante sus ojos que la coronilla de cientos de cofrades y una horizonte anárquico de cruces negras; o como la de esa familia madrileña que a las ocho de la mañana bajaba las escaleras del hotel con intención de acercarse a grabar la Reverencia y el recepcionista de noche les daba la mala noticia de que no habría espectáculo. Y, además de todo eso, entre los miles de hermanos de la congregación de los "murciélagos", clara división de opiniones desparramadas por los bares y cafeterías que hacían vela: los que defendían a toda costa que la procesión debió salir como fuera, que el agua caída no era para tanto después de un año esperando ese momento, y los que razonaban que el patrimonio de las tallas escultóricas es demasiado valioso para arriesgarlo, tesis de los responsables de la hermandad penitencial que acordaron la suspensión. Otros, muchos, si no la mayoría, emprendieron resignados y cabizbajos el regreso a casa dispuestos a enmascarar su frustración entre las sábanas. En las inmediaciones de las Tres Cruces (y también en la zona del Mercado e incluso en algunos barrios de los que se nutre de cofrades esta procesión), aunque no faltó actividad, hubo negocios que se quedaron compuestos y con la mitad de la clientela programada, con las sopas de ajos, los pocillos de barro y las cucharas de madera amontonados en la trastienda. Y encima todavía había quien a esa hora pedía tres euros por cien gramos de garrapiñadas.