Al laboratorio de Física del Seminario de Astorga y cuando yo era un niño, el profesor de Física del Seminario, don Santiago Matilla, me llevó un día, y otro, al Hospital de Orbigo, para oír crecer a las raíces. Era un tiempo en el que se estudiaba en las Preceptorías de la Diócesis las reglas de las declinaciones latinas en una gramática redactada en verso. Como se sabe, el Latín es la raíz del castellano. De ahí procede mi inicial vocación por la poesía. Recuerdo que contemplé embobado dicha máquina que la componían dos grandes discos metálicos que giraban en dirección contraria el uno del otro y de la que saltaban chispas. De esa máquina, al teléfono móvil se ha recorrido, en breve tiempo, un largo trecho, y traigo a cuento esta insignificante anécdota porque quiero dejar constancia de mi primer encuentro con la ciencia física. Ello me sirve de introducción para referirme a un investigador zamorano, natural de Gema, Quintín Aldea, hombre de ciencia, varón de Cristo y científico ejemplar.

Quintín Aldea es un maestro de Historiografía como lo fuera Fernández Duro. Para él la Historiografía es un instrumento cultural que ayuda a interpretar la historia en su complejidad geográfica no sólo en las grandes ciudades sino también en los pueblos pequeños. Familias rurales son, no pocas veces, custodios de la memoria histórica; las que enlazan lo que se va con lo que viene, porque ni el que nace comienza de cero ni se muere del todo. La cultura es un sedimento de vivencias colectivas en el pasado. El mero hecho de que inauguremos un museo, para que sea algo vivo y no un panteón más o menos ilustre, o se celebre una conferencia, o se inaugure una exposición, de nada servirán si el espíritu que lo animó no se consolida y continúa, si no nos contentamos con las primeras piedras y sólo ponemos el énfasis en las últimas. Para ocupar el puesto que por nuestra tradición nos corresponde hemos de tener el coraje humilde de proseguir en el trabajo cotidiano.

Fernández Duro constituye una meritoria contribución a fijar la memoria histórica de Zamora y Quintín Aldea ha añadido a esa memoria nuevos capítulos. Sus aportaciones las evidencian los congresos que por el Instituto de Estudios Zamoranos se han realizado, con la colaboración de insignes personalidades universitarias, bajo su presidencia, y es un valor indudable del activo cultural de Zamora que compende una amplia gama de vocaciones, muchas de ellas anónimas, que escriben y no logran publicar.

En ese activo quiero incluir, a título de ejemplo, los valores literarios de la poesía de Claudio Rodríguez, de Hilario Tundidor o de Sardá; las novelas de Pedro Alvarez o de Segismundo Luengo; los encomiables trabajos de investigación de Anabel Almendral; tantos pintores y articulistas magníficos como hay en la ciudad, la imaginación creativa de Raúl Cirac en su Galería de Arte.

Y creo justo hacer mención de los viejos redactores de "El Correo de Zamora", que fueron incansables llaneros solitarios por las calles de la ciudad y solos ante la estrechez de lo rutinario, promovieron el conocimiento y la interrelación de los zamoranos.

De todos ellos, de ese activo, todos nos debemos sentir orgullosos. Gracias a todos ellos, los que fueron y los que son, Zamora vale más. Creo que no sólo de pan vive el hombre, aunque, hoy más que nunca, añore el pan.