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De misionero a cura de pueblo

Pedro Rosón, de misionero a cura en Zamora: "No concibo un cristianismo que no se manche las manos"

“Me contagié de COVID en Perú, por fortuna sin síntomas, pero me tuve que refugiar en la cocina del asilo para evitar el contacto con los 79 positivos que tuvimos”

Pedro Rosón, de misionero a cura en Zamora: "No concibo un cristianismo que no se manche las manos"

Pedro Rosón Martín vuelve al origen. Nacido en Monfarracinos hace 73 años, este sacerdote sencillo, cercano, inquieto, comprometido, vuelve a ser un cura de pueblo después de una vida pastoral a caballo entre Zamora y Perú. Pedro se siente misionero porque no concibe un cristianismo “que no se manche las manos” y esa ha sido su premisa durante los 48 años que suma como pastor de la Iglesia.

Llegó a España el 31 de octubre, el mismo día que se conocía el nombramiento del nuevo obispo de Zamora. Cansado tras un año “difícil” marcado por el COVID, que pasó en Perú sin síntomas pero en unas condiciones “muy complicadas”, Pedro Rosón vuelve a ser un cura de pueblo. “Me encanta, estoy acostumbrado a grandes masas y a pequeños huertos” resume. El 7 de febrero asume su nueva misión: las parroquias de Gallegos del Pan y Benegiles.

–Ha vivido una trayectoria religiosa muy intensa, con los pies en la tierra y afrontando situaciones humanas muy duras, ¿cómo empezó todo?

–Llevo 48 años de sacerdote pero vividos en ambientes muy distintos porque he sido bastante inquieto. Los primeros dos estuve en Fermoselle, allí fue el destete (risas). Luego pasé varios años en el barrio de La Alberca y La Villarina y desde allí me fui a Perú. Pero vine a los seis años a España por vacaciones y me echaron mano para San José Obrero. Hubo una situación difícil porque el obispo, don Eduardo Poveda, envejeció y don Benito Peláez tuvo que hacerse cargo de la Diócesis. Como no podía atender la parroquia, me tocó tapar ese hueco.

–Parece que no lo recibió con mucho entusiasmo.

–Tanto es así que cuando vino don Juan María Uriarte lo primero que le propuse es que había que resolver ese asunto porque lo que me habían hecho había sido un robo al tercer mundo. Yo estaba de vacaciones con intención de volver a mi misión pero me dijeron, te tienes que quedar y me pareció un robo. Resolver problemas del primer mundo con uno del tercer mundo es lo que hace la sociedad, que se aprovecha de las riquezas del tercer mundo para enriquecerse.

–¿Por qué ese empeño en seguir en Latinoamérica, tanta necesidad había?

–No había ni comparación. Me encontré con un mundo de unas 20.000 personas en pleno desierto, sin agua, a 40 grados, sin luz. Y después muy empobrecidos religiosamente. Asumimos la misión cuatro sacerdotes en una zona rural en el norte de Perú, en pleno desierto. Allí estuve seis años y fue cuando vine de vacaciones y me echaron mano para San José Obrero. Fue una faena para mi. A los 6 meses me llamó don Juan María y me dijo, tienes libertad para volver.

–Pero no lo retornó al mismo sitio, ¿no?

–No. En ese tiempo habían hecho obispo en Perú a Ángel Simón Piorno, de Carbellino de Sayago. Él había pedido ayuda a la Diócesis de Zamora y me ofreció irme al Departamento de Amazonas.

Pedro Rosón dando un paseo por el entorno de la Catedral de Zamora. | | JOSÉ LUIS FERNÁNDEZ

–¿Qué misión le esperaba allí?

–Fue un trabajo muy bonito en todos los sentidos. Empecé con 90 pueblos, algunos a diez y doce horas de camino, pasando de alturas de 900 metros a 4.000 y bajar otra vez la Cordillera de los Andes. A muchos de esos pueblos había que llegar andando y hacer de todo, desde la misión más sacerdotal, porque había sitios en los que hacía 14 años que no pisaba un sacerdote, a un desarrollo desde abajo. Fundamentalmente vi un gran problema en la educación porque había niños perdidos en la montaña, casi como el oso, y lo que hice fue unos pequeños internados para que esos chavales pudieran hacer la Secundaria en el pueblo donde yo vivía. Empecé con 14 niños y niñas que hasta ese momento vivían en condiciones infrahumanas, durmiendo en el suelo. Pero cuando terminaron la Secundaria dije, ¿qué hago, les mando otra vez a la montaña?. Entonces tuve la intención de comprar una casa en la ciudad, Chachapoyas, donde además estaban haciendo una Universidad. Cáritas me hizo una donación de dos millones de pesetas que me permitió comprar una casa grande para que los jóvenes continuaran sus estudios. Aquel proyecto, que nació como una semillita pequeña, hoy es un gran internado donde todos los años salen tres o cuatro estudiantes para la Universidad.

–Qué satisfacción hacer realidad los proyectos y que perduren en el tiempo, ¿no?

–Sí, y además la Junta a través de Arquitectos sin Fronteras ha levantado dos plantas a la casa. Ha quedado un edificio casi hasta “de lujo” porque los pobres también tienen derecho a la riqueza y a la dignidad, por lo menos a la dignidad. Es una casa muy digna para muchachos que estaban perdidos en la cordillera de los Andes. Es de las cosas más gozosas que yo he experimentado y que cuido todavía. Allí estuve cinco años pero aquello lo dejé bien fundamentado. Hay un matrimonio encargado, ella trabaja en el Juzgado y él es profesor, e incluso su hija se ha criado en el internado. Y hay una comunidad religiosa que lleva la administración.

–Han dado un futuro a chicos y chicas que no hubieran tenido ninguna oportunidad.

–De allí han salido vocaciones al sacerdocio y grandes profesionales que hoy están ocupando cargos importantes en el Departamento de Amazonas. Es un proyecto que tiene un origen y tiene un final. Sigo en conexión con el internado y estoy mirando la forma de crear una vinculación económica y de ayudarles todos los años.

–Y de nuevo vuelta a Zamora.

–Sí, estuve cuatro años en Aliste, en Matellanes, San Vitero, Rabanales... tuve 7 pueblos. Yo le pedí expresamente a don Juan María que me dejara esa zona. Pero a los cuatro años me entró otra vez el gusanillo de Perú. Yo quería vivir el ministerio sacerdotal desde otra dimensión, donde no me hiciera falta la boca y sí las manos. Solo las manos. Y me fui a una clínica de San Juan de Dios con 90 niños discapacitados, a Arequipa. Allí estuve casi cuatro años.

–¿Qué destaca de esa nueva experiencia?

–Para mi fueron de los años más felices como sacerdote. No iba con el fin de quedarme sino de tener una experiencia del sacerdocio desde el lavatorio de pies, desde el Jueves Santo. Hacíamos campañas por zonas muy marginales de Perú, en el altiplano. Íbamos un equipo de 40 médicos y enfermeras y atendíamos a una población muy grande y consulta gratuita. Y los niños que encontrábamos mal los llevábamos a la clínica, donde el personal hacía un trabajo excelente.

–Para quien cuestiona el destino de las donaciones aquí no hay duda, las obras hablan.

–Mira. Llegó una vez una señora a la clínica con dos niños grandes, fuertes, paralíticos los dos. Cuando ya no se podía hacer más por ellos y los mandaban a su casa yo decía, qué hace esa mujer con dos muchachos de 12-13 años, me daba angustia verla marchar. Yo había recibido un donativo de Aliste y le compré dos sillas de ruedas para que manejara a sus hijos. Era una necesidad. Yo mantengo la vinculación con los pueblos donde he estado porque no somos quijotes. Si eres un quijote pierdes el tiempo allí, tienen que ir vinculado. Le oí una vez decir a don Juan María (Uriarte) que un árbol prende mejor en otro sitio cuando en las raíces lleva tierra, pero si vas solo y por libre, sacudes y no sale nada. Me he sentido siempre muy vinculado a los lugares donde he estado y económicamente me han ayudado mucho los pueblos donde ha sido párroco. Todos los años han hecho una colecta para mi.

–Su misión apostólica está impregnada del compromiso social, ¿es eso el cristianismo?

–Exactamente, para mi sí. No concibo yo un cristianismo donde las manos no te hagan falta, solamente para bendecir. No lo concibo, nuestras manos también se tienen que manchar.

–Tras esa intensa vivencia con niños enfermos volvió de nuevo a Zamora, esta vez a la comarca de La Guareña; de nuevo un cambio radical.

–Sí, me mandaron a La Bóveda de Toro, Guarrate, El Pego y Villabuena del Puente. Estuve diez años y vi que mi vida de nuevo avanzaba pero diez años para mi dan más de sí, hay un momento en que te empiezas a repetir. Y cuando mejor relación había con ellos dije, este es el momento para salir bien, sin rupturas. Se lo propuse a la gente, se extrañaron, pero necesitaba algo más. Y hablando con el obispo de Chimbote, le dije quiero una cosa donde todo el año sea Jueves Santo, que pase del lavatorio de los pies a celebrar la eucaristía. Y me dijo, tengo un centro de caridad pura y dura. Personas recogidas todas de la calle, la mayoría sin DNI, sin nada, algunos sin nombre ni apellidos. Y allí he estado cinco años, ha sido durísimo.

–Parece que cada proyecto que ha asumido ha sido un más difícil todavía, ¿qué se encontró en ese asilo de personas sin nombre?

–Era un asilo muy pobre donde vivíamos de la limosna. Vagabundos. Yo cogí a uno por la autopista que iba solamente con la camisa, ni calzoncillos llevaba, desnudo, con barba. El uniforme propio de los mendigos, las melenas, la suciedad. Le dije, cómo te llamas y me dijo, como me llames me llamo. Y no habló más. Allí está, no habla, pero lo lavamos, lo afeitamos, lo vestimos y le dimos una dignidad. Así era la mayoría de la gente, vivíamos de la caridad y nunca nos faltó. Cuando llegué, la infraestructura del asilo era infrahumana, me propuse darle un cambio. Lo primero que hice fue construir un salón grande que al mismo tiempo sirviera de capilla. Me ayudaron unos italianos de una ONG que pusieron un techo de madera de verdadero lujo. Y después hice una enfermería para que fueran los enfermos y las personas que ya están muy mal, porque es muy duro ver agonizar a una persona con otros seis roncando a su lado. También hice un pabellón de 40 plazas con servicios, duchas y un patio interior con un porche.

–En esas condiciones se antoja muy complicada la distancia y las medidas contra el COVID.

–El año de la pandemia para nosotros ha sido durísimo y yo realmente empecé a sentirme mal, agotado. No puedes estar allí en esas condiciones, entonces es cuando decidí volver. Terminé la obra como pude, la inauguré y a la semana siguiente encontré un vuelo humanitario. Fue una suerte, llamé a la Embajada y al ver mi edad y la situación me metieron en seguida.

–En un hogar abierto a los más pobres sería un milagro librarse del contagio.

–Tú sabes lo que es tener 79 contagiados, doce del personal. Afortunadamente yo fui asintomático y pude ayudar, pero me tuve que meter en la cocina para no tener contacto con ellos. Al final me contagié. Añade a eso que teníamos ese asilo con las puertas abiertas, de tal manera que allí podía ir a comer gente de la calle y fue mucha más. La pandemia ha agravado la situación de pobreza. Era una angustia sentir cómo podíamos salir de esa situación, la angustia de darles de comer, intentando que los albañiles que hacían la obra no se contagiaran. Puse una valla para separarles de los ancianos. Yo tenía ya ganas de terminar, no podía con esa tensión. Y tengo que decir que no me ha faltado ayuda en lo económico, tuve una donación fuerte de un señor de Madrid para terminar la obra. Me dio 150.000 euros y yo le he hecho un estudio de todo el proceso con fotografías, para contarle el proyecto. Cuando vine se lo entregué, le di las gracias y me dijo, las gracias yo a usted porque me llena de orgullo que con mi dinero se haya hecho la obra.

–Y ya en Zamora de nuevo, otra vez como cura de pueblo y muy bienvenido porque hay una necesidad grande de sacerdotes.

–Me he tomado tres meses de descanso. Quería venir a una parroquia pequeña y se lo planteé a don Fernando (el nuevo obispo). Le dije, he trabajado mucho y ahora quiero una cosa pequeña, sencilla y cerca de casa; mis hermanos son mayores y quiero acompañarlos. Cuando me ha planteado esta etapa se me ocurrió la imagen de la gente de nuestros pueblos que ha trabajado toda la vida en el campo, entonces dejan las tierras para los hijos pero cogen un huerto. Dije Benegiles y Gallegos para mi van a ser ese huerto y quiero dales todo lo que pueda.

–Le oí una vez decir que usted no sería el que es de no haber pasado por las misiones.

–Me parece que la misión es una riqueza personal para el que va, independientemente de lo que realices. Porque llegas a entender que recibes más de lo que das. Un poco como decía Isabel Allende, que a mi me gusta mucho, solo se tiene lo que se da. Lo que posees te posee a ti.

–¿Estamos más despistados en el mundo rico y occidental a la hora de entender la esencia del cristianismo?

–Creo que sí, andamos un poco perdidos, acobardados y, ahora en esta situación, entristecidos.

–Pero tampoco hace falta irse al tercer mundo porque en el primero hay bolsas de pobreza tremendas, muchas necesidades.

–Y es verdad, pero hace falta que nos comprometamos y no nos limitemos a lo puramente sacramental. Aquí hay dimensiones sociales bien bravas, bien duras y más que va a haber. Aquello es más duro pero esto es más difícil. Yo lo resumo así.

–Por qué es más difícil aquí.

–Porque la gente está indiferente, hay un individualismo terrible. Porque pensábamos incluso que esta pandemia iba a suscitar el sentido de solidaridad y es al revés. Hay un sector que se ha despertado pero la masa se ha hecho muy individual y la prueba la tenemos en que cada uno quiere hacer lo que le de la gana.

–¿Hasta dónde va a llegar esta crisis de fe?

–La crisis es grande. Por eso la tarea nuestra aquí es muy difícil, cómo se resuelve eso. Corriendo para todos los sitios, diciendo misa creo que no, el problema no es de misas. Vengo un poco a observar, a asentarme y pensar. Porque el contacto personal ahora es muy difícil y es una pena porque es fundamental en nuestra tarea. No puedo meterme en las casas de las personas, no puedo escuchar.

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