"Voy a tener que ponerme un casco para saltar, porque todos los años me quemo el pelo", comentaba Rocío Fraile, una de las águedas de Andavías, antes del salto del piorno, una suerte de brincos por encima de una fogata que constituye la tradición más llamativa de una cofradía con un enorme arraigo en la localidad. Al primer salto, sin casco, olor a chamusquina y el pelo para echarse a llorar. Pero poco importa.

Las casi treinta cofradas del municipio de la Tierra del Pan cumplieron con una tradición que pervive desde 1713. Casi nada. Frente a la casa de una de las mayordomas que toman el mando en el 2019, Elisa, las mujeres andavianas brincaron sobre el fuego con sus trajes tradicionales de carbajalinas y entre un ambiente festivo que contagia.

Para algunas, como Isabel Gago, las águedas son tradición; otras, como María José González, entraron por amistad y por diversión. Cada una con sus razones, todas siguen reservando unas fechas en febrero para echarse a la calle, bailar, saltar, comer y hacer "travesuras" entre los presentes. Muchos se marcharon con marcas de carmín en el rostro o con papeles por dentro de la ropa.

Este 6 de febrero fue especial para Rosario Vicente, la nueva cofrada que entraba a formar parte del grupo: "Llevaba ya varios años queriendo entrar y he dicho: ahora o nunca". El año que viene, "y los que vengan", repetirá, a pesar del inenarrable ritual de entrada al que la sometieron entre Teresa, Rocío y el resto de las compañeras.

¿Y el futuro? Las propias águedas de Andavías reconocen que el requisito de que las componentes estén casadas por la Iglesia comienza a ser demasiado disuasorio para atraer a las jóvenes. Quizá, eso cambie pronto. Lo que seguramente perviva es un espíritu jaranista que culminará el sábado con una cena en la que ya sí participarán los maridos, ajenos durante estos días a las celebraciones.