Carmen, con los ojos cegados por la emoción, se abraza a su nieto Adrián. Las palabras no sirven cuando lo que se tiene que decir no está en el diccionario. Es como un fogonazo. Y allí irrumpen mil imágenes que no salen en los objetivos conspicuos de las cámaras de televisión ni en los visores nebulosos de las canon, resfriadas por el cambio brutal de temperatura. No hay nada que decir, solo lágrimas que afloran en manantiales de cinabrio. La escena tiene más de duelo que de fiesta. La familia reconcentrada, seria, pensando en mil cosas que no trascienden, que están escondidas en el fondo de los flecos del pensamiento. Alrededor todo es bullicio, movimiento, simulación, mentira.

Carmen sigue abrazada a Adrián. Y allí, sin estar, aparece su marido, Teodoro, también Zangarrón, y sus hijos Pedro y Fiden, presentes, y también zangarrones, y su nieto Aníbal, que también se puso la careta. Allí, culebreando entre el respirar de la mañana nacarada, duerme el orgullo de la familia, ese sentir que aflora cuando nadie lo llama, que despierta entre el gentío, cohorte de soldados acorazados con cencerros, que vociferan entre el rumor cansino del invierno. Pascuala y Aníbal se unen al duelo y al silencio acuoso.

Dura solo un instante, lo que dura la sombra de la sombra, es como un rayo que ilumina a unos pocos: allí, en ese cuadro claroscuro y tenso está la explicación al misterio: eso es el Zangarrón, un orgullo y una responsabilidad para el que se calza la máscara, pero también para los de alrededor, para la familia, para los antepasados y para quienes aún están por venir. Nadie puede explicar lo que es obvio, que lo que es fue y seguirá siendo, que hay momentos en la vida que estiran el cordón umbilical, que unen a decenas de generaciones y que actúan como motores del milagro. Ayer, sobre las ocho y media de la mañana, viví uno. También sentí llorar las lágrimas.

Eso es el Zangarrón: un sentimiento íntimo, una distinción, pero también el magma que hace posible la comunión de un pueblo en torno a una celebración mística que une pasado con presente y que sirve para reparar los raspones en la carrocería de la vida.

Sanzoles tiró ayer con más fuerza que nunca del ronzal de la tradición. Volvió a sacar su orgullo a pasear y se redimió como pueblo que nunca ha estado en pecado. Adrián Sánchez Pérez cumplió como Zangarrón del año en que no había quintos, se olvidó de sus problemas musculares y sacó a relucir lo que se oculta debajo del traje de mantas de caballerías.

Tamara, Verónica, Indiana, Diana, Azahara, Aiden y María contarán a sus hijos que hubo un año en el que fueron protagonistas de las fiestas y querrán, como no, que sus descendientes se pongan la careta y recorran el pueblo a la carrera un día barbilampiño de diciembre, cuando se celebra el patrón de los mozos allá lejos, en el horizonte del tiempo. Entonces, seguramente también sus hijas podrán ir y venir al son del baile del Niño. Serán otros tiempos, ahora nadie sabe si más felices o menos, pero entonces, como ahora ese orgullo de estirpe seguirá uniendo lo que no se ve, el sentimiento de ser sanzolero.

Volvió a cumplirse ayer la tradición como se debe. Las vísperas dejaron resaca y ayer todo se dulcificó con el almíbar de las cosas bien hechas. Sesión matutina para que los vecinos probarán sus cuerdas por la calle La Presa. El final, las cuatro calles, las cuatro religiones, dicen algunos, el baile del Niño. Recorrido por el pueblo para felicitar las pascuas y almuerzo con dos y un palo. Después llegaría, pasado el mediodía, la sesión de la plaza. Muchos forasteros, muchas cámaras, muchas carreras y la procesión con el santo y otra vez el baile del Niño.

Cansancio, agotamiento, esa sensación ancestral de que lo que se vive ahora ya se ha vivido. Explicaciones varias: que si origen neolítico, que si la fiesta vino a caballo de las legiones romanas como ocurrió en toda Europa con el culto al dios Jano, el de las dos caras; que si la explicación de la religión católica de la peste. Sanzoles volvió ayer a reencontrarse con su sino, que es mantener una tradición que bebe en las profundidades de un manantial que nunca se agota, el que da sentido a un colectivo rural que lucha por corregir el rumbo en tiempos de convulsiones y tsunamis desbocados. Cuando lo que se ve no gusta, lo mejor es agarrarse a la tradición, esa nunca falla.