Era de noche. Josefa no acierta a recordar de qué mes, aunque debió de ser entre agosto y principios de octubre. Acababa de cumplir siete años y su hermano rozaba los cinco. Ambos jugaban debajo de la camilla, tapados por las faldas. "Mi padre y mi madre, y otro señor estaban hablando. Luego entraron más. Buscaron en la habitación de mi madre. Buscaban papeles. Algunos eran de Benavente. Cuando se fueron, seguimos debajo de la camilla. Pasaron cuatro días hasta que mi abuelo Cesáreo vino a buscarnos y nos llevó con él".

María Josefa Alonso Garea tiene 90 años. Ha vivido 83 sin olvidar aquel día. "Ni se me olvida ni voy a perdonar. Mis padres eran buenas personas. Mi padre no hizo mal a nadie. Me hicieron mucho daño y de niña muchas cosas. Lo he tenido siempre en la memoria". Ahora solo confía en vivir para ver reparado el nombre de su padre por el Ministerio de Justicia.

Venancio Alonso Viforcos tenía poco más de 30 años y su esposa, María Garea, de unos 23, cuando fueron sacados de casa abandonando a sus dos hijos y trasladados a la cárcel de Zamora por pertenecer al Partido Comunista. El consejo de guerra los condenó a muerte junto a otras nueve personas. A María, como a otra mujer, "por alardear de estar afiliadas a partidos de izquierda".

El matrimonio escribió cartas, aunque ella nunca las leyó, explica. Su hermano Eduardo, ya fallecido, no se las dejó leer. Están en manos de sus sobrinos, que residen en Holanda. Pero, aunque Josefa no leyó lo que sus padres escribieron, sí ha conocido los detalles de sus últimas horas en la cárcel de Zamora, especialmente de su madre, que fue encarcelada junto a la madre del escritor Ramón J. Sender. Lo que la ocurrió, sin embargo, lo ha conocido por otras fuentes.

"Cuando los condenados a la pena de muerte entraron en capilla, oyeron impasibles las sentencia. Únicamente María Garea empezó a llorar amargamente, implorando caridad para sus hijitos que eran niños pequeños y necesitaban de sus cuidados, quedaban huerfanitos, al estar en el mismo proceso el esposo también condenado. Por ignorar la circunstancia el defensor no lo hizo patente al Tribunal", relata Ángel Espías Bermúdez en su trabajo Hechos acaecidos en Zamora durante la Guerra Civil. 1936. Estas páginas que están supervisadas por el hispanista Gabriel Jackson y publicadas por la Universidad de California (San Diego) y Josefa ha leído detenidamente prosiguen. "Mientras cenaban en la antesala de la muerte, charlaban animados, parecía una posada donde a la hora de la comida se reúnen los viajeros, solamente desentonaba el colorido. María Garea, tendida sobre el pavimento, lanzaba "ays" desgarradores que resonaban angustiosos en el frío calabozo, implorando piedad, quería vivir para sus hijitos que iban a quedar desamparados. Las conversaciones y los llantos de la madre se ahogaban entre los fuertes muros", recoge Espías.

Venancio y María fueron fusilados el 7 de octubre en el cementerio de Zamora. Josefa, recordando lo que le contó una tía política suya, explica que "murieron abrazados". "Un cura que era amigo de esa tía mía, Leonilde, fue al cementerio y los sacó de la fosa a una sepultura. Los reconocieron por el cinto de mi padre y por el vestido de lunares que llevaba mi madre".

Muchos años después, Josefa y su hermano Eduardo pidieron exhumar los restos y los trajeron a Benavente donde fueron inhumados de nuevo. "Siempre pensamos que era verdad. Mi hermano siempre me lo decía. Si nos engañaron o no... Siempre hemos pensado que eran ellos", explica Josefa.

"Creo que mis padres eran del Partido Comunista. De pequeños nos decían los hijos de los rojos. No sabíamos por qué", retoma el relato de aquellos días, 83 años después. Su abuelo Cesáreo, policía municipal, y padre de Venancio los recogió unos cuatro días después de la casa paterna, en la calle del Reloj. Los dos niños vivieron con sus abuelos paternos un tiempo, y luego pasaron a ser tutelados por los abuelos maternos.

Cesáreo Alonso también fue represaliado siendo apartado de la Policía Municipal. Su hijo había sido fusilado, y su hija, Patrocinio Alonso, tía de Josefa y de Eduardo, había sido sacada de casa "por cinco o seis hombres". "La llevaron al monte. Vete tú a saber lo que la hicieron allí. Luego la tiraron al río en Santa Cristina atada a una piedra. Apareció en Villanueva. Le habían cortado los pechos, me contaron mis abuelos, y el que la sacó del río luego fue también fusilado", añade. "A uno de aquellos hombres sí lo conocía", dice sin pronunciar su nombre.

Entre los recuerdos de Josefa aparece el estigma que él y su hermano sufrieron por ser hijos de rojos. "Nos reñían. Nos pegaban. Teníamos que levantar el brazo y gritar Viva España, si no nos sacudían pámpanos. Una vez me pegué con una niña y la mamá me dijo "de que nos ha servido quietar el tronco si han quedado las ramas". No lo comprendí hasta muchos años después. De qué había valido acabar con mis padres si nos habían dejado a nosotros vivir, quería decir".

Josefa y Eduardo fueron criados por sus abuelos paternos primero y por los maternos después. Pero en poco tiempo tuvieron que trabajar para sobrevivir. "Yo fui a servir y mi hermano trabajaba donde podía. La vida nos ha maltratado mucho. Mientras vivieron mis abuelos nos atendieron todo lo que pudieron. Luego nos tocó echar a correr como pudimos. Por la calle, fuéramos donde fuéramos, éramos los hijos de los rojos junto a otros niños".

Josefa se casó, tuvo dos hijos y en 1967 emigró a Holanda, al igual que su hermano. Él nunca volvió. Ella y su familia sí. 83 años después no ha olvidado. "Me alegraría (participar en el acto de reconocimiento y desagravio de su padre en el que estará presente el próximo ministro de Justicia). Si no, mala suerte".