Está en el ambiente, se nota: el cabreo y la insatisfacción campan a sus anchas. La ciudadanía y la "ruralía" están que muerden, es el ADN de los tiempos modernos, ¿o siempre ha sido así? En los últimos años ese estado de infelicidad es más evidente, al menos en esta tierra nuestra que está perdiendo identidad por el mismo agujero que gente. Aquí está cada vez más extendido el sentimiento de que nos pasa lo que nos pasa porque no lloramos con ganas y por eso no nos dan de mamar lo suficiente.

Los cantos de sirena llegan del mar y de tierra adentro: "Haced lo que nosotros, crear un partido nacionalista fuerte y ya veréis si conseguís cosas; cuando necesiten vuestros votos os darán lo que pidáis y más". El mensaje viene del País Vasco, pero es el mismo que me llega de un zamorano-andaluz: "Tomad ejemplo de Teruel, montar una plataforma política e idos a las Cortes de Valladolid, al Parlamento español...".

La realidad actual, tristemente, da la razón a quien da estos consejos. Parece que la solución a los males de un territorio pasan por concentrar el voto en una formación localista y hacer valer el peso de las matemáticas en la corporación que corresponda. Lo que ocurre es que la historia nos ha enseñado que los reinos de Taifas están abocados a la desaparición porque las ramas solo sobreviven verdes unas horas -o unos días- cuando se desgajan del árbol.

Volver a la tribu y a la endogamia no es alimentar la cadena de la evolución. Es traicionar el mandamiento del humanismo. Lo que ocurre es que cada vez hay más seguidores del "sálvase quien pueda, que ya bastante hemos hecho el tonto". Y de ahí a "el hombre es un lobo para el hombre" hay un paso muy corto, el que deben impedir las leyes y el sentido común.

Debemos exigir sin miedo lo que nos corresponde, pero sin querer quitárselo a los de al lado. Las instituciones y los partidos políticos tradicionales están para garantizar que no se produzcan desequilibrios territoriales, aunque, por desgracia, no parece que estén cumpliendo este mandamiento.