Ventana. Son invisibles, tienen ese andar leve de quienes son alma de cristal: se apartan para no estorbar al marco. Siempre, junto a ellas, una persona mayor que camina como una marioneta, a punto de trastabillarse a cada paso, que se mueve con un solo músculo, así: todo el cuerpo para un lado, todo el cuerpo para otro. O pegada a una silla de ruedas, atada a una bufanda; una mujer o un hombre manchados de gris, con el color eterno de quien ya ha pintado todo en esta vida: los colores tienen hueco, son hueso. Ellas no, ellas sonríen y dan los buenos días a quien pasa por la calle y las mira. Humildes, jóvenes aunque adobadas por un tiempo displicente, siempre pendientes de limpiar aquí o allá, de que su "mami" o su "papi" sonrían, sin babas, con buena cara. Casi todas tienen la misma patria, República Dominicana, donde la luz no deja ver la claridad; son ángeles de la guarda con salarios exiguos, repletos de necesidades. En la calle, guardianes, y en casa, báculos que van y vienen al servicio pegadas a una figura a veces de carácter atrabiliario, un ir y venir interminable de esfínteres gastados, de grifos que no cierran después de tanto uso. Ellas tienen una fábrica que consume dulzura y produce dignidad. Y todo a cambio de casi nada. Muchas veces, zaheridas con insultos, con una "marchaos a vuestro país que aquí estorbáis, brujas". Pero no, ellas siempre están, nunca pierden los ¿papeles? Y todo a cambio de casi nada.

Muro. ¿Para qué queremos a unos representantes públicos incapaces de ejercer la esencia de la política: el acuerdo, el servicio a los demás, propiciar la convivencia? Esos que dentro de nada volverán, en procesiones obscenas, a acompañar a nuestros mayores a las urnas con el único interés de volver a su palestra particular.

Ajimez y muro. Si la democracia no se utilizara de forma torticera solo habría ventanas abiertas. Pero ese es otro cantar.