Las romerías es lo que tienen, que son, por un lado, un reflejo del paso del tiempo (en la jornada del lunes pudo verse): ahora hay más coches que personas (o casi), dulzainas y jotas castellanas han sido sepultadas por la música disco y ya no se ven tarteras ni tortillas de patatas sobre las praderas (o muy pocas); y, por otro lado, abren el horizonte a las gentes, descorren las cortinas de los sembrados cerealistas y acercan la realidad al romero. El espectáculo es desolador. Cebadas y trigos languidecen a la espera del cierre de su ciclo vegetativo. Los campos cerealistas, salvo los que han sido regados o -en algún caso- sembrados sobre barbecho, se están muriendo sin apenas granar. La sequía ha podido con ellos y la consecuencia es su fruto: lenguas de pájaro, unos titos resecos, envueltos en farfolla, sin peso.

Por desgracia, una cosecha mala no es novedad. Hace años, muchos, si no llegaba grano a los almacenes era el acabose, la crisis económica. La sociedad tiritaba, se preparaba para lo peor; ahora no. Ahora está en otra onda: la agricultura es una actividad residual, no importa y si no hay cosecha pues para eso están los seguros y la PAC. Eso es lo que piensa la mayoría de la gente.

Pues no, el sector agrario sigue siendo importante y no solo porque nos dé de comer todos los días o porque en la balanza medioambiental sea una actividad descontaminante o de trabajo de forma directa o indirecta a millones de personas; lo es porque su peso en el PIB se acerca al 10% y es, junto a la rama agroalimentaria, el pilar principal de las exportaciones, que han crecido espectacularmente desde la crisis de 2008. Por eso debería tener una mayor consideración en los medios de comunicación (sobre todo de ámbito nacional) y ser motivo de análisis permanente, más ahora por una mala cosecha cerealista que podría haberse paliado (al menos en parte) si hubiera más regadíos. Pero de eso ni hablar, que el campo derrocha mucha agua.