El campo se abre inmenso, salpicado de tonos verdes y neblina amarilla que abrillantan la fe en San Isidro (descorre los candados de las nubes, libéralas, por Dios). Esta tierra es bonita, dolorosamente bonita, digo en alto para que me oigan Rais y Zara que andan a lo suyo: a vivaquear de aquí para allá entre el níspero repleto de fruto peludo y los desafiantes cipreses. Zamora es hermosa en primavera. Todo el año. Tiene esa languidez que estira el poso de la historia. El viento se queja al pasar bravío entre la alambrera acolchada y despierta al marinero de tierra adentro que llevamos prendido en el subconsciente los que vivimos, aislados, en la cuña. No es fácil quejarse del destino cuando la belleza natural se viste con dosel reluciente. El cielo respira el canto del jilguero encelado mientras se echa a la espalda un plexiglás gris marengo para protegerse de las cuatro pintas que activan la sudoración bacteriana del suelo, que huele a vida, la que supura la natura, ahora más lubricada que nunca. Zamora tiene encanto, el que desprenden la soledad aprendida y la fuerza de lo auténtico, que todavía se rigen por las leyes no escritas de la divina proporción (nada que ver con la fórmula científica que aplicaron los arquitectos griegos Ictino y Calícrates para levantar el Partenón). Esta tierra tiene futuro porque está sujeta en pilares de granito que levantó el pasado. Quizás lo más poroso es el presente, que anda alicaído y con ganas de vomitar. Pero este mal actual tiene cura y el fármaco a aplicar ha de ser la belleza, la fuerza de las cosas que están ahí. Los que vivimos aquí y ahora debemos aprender que esta provincia es mucho más que un presente tembloroso. No podemos dejarla caer, hay que romper amarras, salir de la depresión, luchar. Por nuestros antepasados y por nuestra descendencia. Rais y Zara andan a ver si pillan desprevenidas a las carboneras que se aparean sin freno. Pintea. Zamora es bonita.