He visto máquinas mastodónticas comerse el campo con fauces metálicas y giratorias. Las he visto trabajar de día y de noche, sin parar. Su traqueteo se oye a distancia y si te acercas huelen a tierra seca, a bálago (qué bien suena esta palabra que acabo de copiar del diccionario). Deben estar en celo, porque junto a ellas aparecen otras máquinas más pequeñas, articuladas, que, de vez en cuando, se paran junto a las grandes, que escupen chorros plateados y llenan los contenedores de las pequeñas, que, repletas, se van a la carrera (a mí me ha parecido que contentas), mientras otras iguales se pegan a las catedrales mecánicas que, erre que erre, no descansan nunca.

He visto en estos días cómo el campo uniforme, amanzanado y sordo, se ha llenado de vida. Aquí, allá, entre las inmensas besanas (como decía mi abuelo) amarillas, surgen gigantes pálidos, verdes moteados de azules y rojos que por la noche se convierten en luciérnagas pantagruélicas, satélites perdidos en el universo pajizo y ondulado del horizonte seco.

Hay en el ambiente una pátina ambarina, de color hueso, que hace que el respirar se sienta como nunca. El calor natural de julio, que mata las chicharras reventonas que se atreven a sacar el morro al mediodía, se pone aún más tieso cuando se acercan los titanes metálicos. Es como si se parara el tiempo y el hurmiento que lleva pegado la tierra a su ser, se volviera hacia dentro, se cegara.

He visto máquinas mastodónticas que cagan rastrojos y a cierta distancia de ellas hombres que hacen como que sonríen cuando se llenan de grano los depósitos, pero por debajo maldicen no sé qué. No he podido entender bien lo que hablan porque estaba por allí cazando pokémon y no comprendo bien las jergas viejas. Algo así como que "nos están pagando el grano al mismo precio que hace 30 años, es una vergüenza". Pero no sé si he oído bien. Seguro que no.