Afirma una sugestiva leyenda que por debajo de las bodegas de La Torre del Valle existe un largo túnel que las comunica entre sí. Ese pasadizo, conocido como el Canal Moro, dicen que se prolonga muy hacia el noroeste, en la misma dirección de un arroyo y un camino designados con ese mismo nombre. A su vez aseguran que tal denominación se debe a que fueron gentes africanas quienes lo excavaron en tiempos imprecisos de la invasión musulmana.

Tomamos, desde el pueblo, el hipotético rumbo de esa galería. Para ello partimos por una pista que arranca de la carretera general y asciende por una cuesta un tanto empinada. Dejamos a la derecha, bien cerca, la iglesia local, para adentrarnos en un amplio grupo de bodegas. El terreno se nos presenta muy irregular, alterado por los amontonamientos de tierra extraídos al horadar los diversos lagares. Aparte, sus entradas y zarceras se suceden de una manera anárquica. Aunque existen ejemplares bien conservados, en otros se aprecia un intenso abandono. Debido a ese desamparo se han producido ciertos hundimientos, con hoyos profundos. A través de esos desplomes apreciamos las grandes dimensiones de las salas y pasajes subterráneos, vaciados en un subsuelo gredoso, excesivamente deleznable. Poco a poco vamos ganando altura, con lo cual las vistas panorámicas se engrandecen. Nuestras miradas abarcan la fértil hondonada recorrida por el arroyo del Reguero o de Ahogaborricos. Tal depresión fue conocida antaño como Valle de Santa María, pues su centro espiritual estuvo en el histórico santuario consagrado a la Reina de los Cielos, ubicado en la cercana localidad de San Román. Al fondo, los confines los marca la Sierra de Carpurias.

La propia localidad de La Torre se nos esconde tras la cuesta, pero deja ver esa ya citada iglesia, que asoma esbelta a modo de guarda y vigía sobre todo el contorno. Desde el sitio en el que estamos, este templo emerge recio y poderoso, caracterizado por su esbelta espadaña. En nada se intuye la ruina irredenta en la que se halla, destino al que no consienten resignarse los vecinos. Avanzamos a continuación por una planicie, entre parcelas asilvestradas en las que resisten algunos almendros y han arraigado punzantes escaramujos. La autovía de La Coruña se nos presenta de improviso, ya que cruza por dentro de una larga y profunda trinchera. Un puente sirve para atravesarla. En los momentos de la construcción de esas calzadas, en aquellos en los que las excavadoras realizaron el trabajo, las gentes del pueblo estuvieron alerta para ver si aparecía la legendaria cueva, pero nada llegó a descubrirse.

Continuamos por la rasa, hosca y reseca, que es prolongación de la anterior. Atrás dejamos una modesta tenada, abandonada a su suerte. En los cruces que vamos encontrando, dos en esta parte, seguimos de frente. Penetramos después en un húmedo vallejo, un enclave amable y acogedor. Sus sombras las generan chopos altos y pujantes, acompañados de espinos y zarzales. Por sus fondos discurre un modesto regato, en cuyo lecho se forman algunas pozas. Es el citado arroyo de Canal Moro, nombre que también lleva la pista que pisamos. Esa zona forestal se prolonga por las laderas contiguas, ocupadas por pinares aún jóvenes. Más allá salimos de nuevo a espacios despejados, constituidos por unas pocas fincas cultivadas dispersas entre numerosas en baldío. En estas últimas, colonizadas por matorrales aromáticos, como cantuesos y tomillos, van prosperando matas de encinas.

Sorpresivamente, alcanzamos el borde de la planicie, tras el que se inicia una amplia depresión que drena directamente hacia el río Esla. Estos pagos, abiertos hacia Matilla de Arzón, aparecen aprovechados casi por entero para la agricultura, seña de una mayor fertilidad. Bajamos nosotros hasta ellos, pero nos desviamos a la derecha en un cruce allí existente. Vamos ahora hacia el sur, en dirección a una amplia nave ganadera. Mas no alcanzamos sus puertas, pues en un nuevo empalme torcemos para afrontar el regreso hacia el pueblo. Iniciamos así una ruta paralela a la anterior, designada como camino de Fuentes Nuevas. Se repiten los detalles ya conocidos, pues, tras llanear, nos volvemos a introducir en el valle del arroyo de Canal Moro, aunque esta vez marginalmente, sólo en su cabecera. En los campos limítrofes descubrimos frutales semisilvestres y ciertos castaños. También se reconocen unas viñas abandonadas. Esta pista enlazaba directamente con el casco urbano, pero quedó cortada con el trazado de la autovía. Esa interrupción nos fuerza a un desvío hasta el puente por donde pasamos al inicio del recorrido y desde él repetir uno de los tramos ya hollados.

Antes de llegar a las propias casas nos detenemos junto a la iglesia aprovechando su proximidad. Es probable que este recinto parroquial ocupe los viejos solares de una primitiva torre o atalaya de la que tomó nombre la población. Desde cerca resulta evidente su estado de ruina irredenta que antes señalamos. Pese a contar con un tejado nuevo y eficaz, el muro situado entre el presbiterio y la nave se ha hundido y algunas otras partes aparecen cuarteadas. El edificio, asentado sobre una especie de mota, nunca debió de poseer la suficiente estabilidad. Los cierres perimetrales marcan grandes arcadas, como si hubieran previsto agregar naves laterales, las cuales o no se realizaron o tuvieron que desmontarse. A su vez, la cabecera necesitó el complemento de tres enormes contrafuertes. Atendiendo a la portada, antaño protegida por un alpende, aparece construida con ladrillo, enfoscado en la actualidad. Consta de un vano de medio punto rodeado de una archivolta y un característico alfiz. Esas formas, que evocan el estilo mudéjar, testifican orígenes antiguos, probablemente de los siglos XIII o XIV. Reclamo visible desde largas distancias, la espadaña se yergue poderosa, creada mayormente con piedra. Posee tres ventanales, de los cuales los inferiores están ocupados por las campanas, una de ellas refundida en el año 2009. Conocimos el interior de este templo hace un par de décadas. Por entonces ya contaba con diversos parches y fisuras más o menos atajadas, pero aún mantenía su firmeza. Muy hermoso era el retablo mayor, completado con efectistas pinturas murales a modo de trampantojo. Era una obra neoclásica constituida por dos parejas de columnas corintias de fuste jaspeado sobre las que cargaba una rotunda cornisa. En el recuadro interior se exponía un amplio y magnífico relieve de la Asunción, con la Madre de Dios transportada por los ángeles hacia los Cielos sobre un torbellino de nubes. Como remate, en el ático estaba el anagrama de María realzado con multitud de resplandores. Entre los altares laterales destacaba el barroco de la Virgen del Carmen y un curioso relieve de la Santísima Trinidad colocado como coronamiento de otro.

Forzados a abandonar este recinto, los cultos se celebran en nuestros días en la antigua ermita del Santo Cristo. A ella han trasladado esas piezas artísticas de la iglesia, además de las litúrgicas. Este oratorio se ubica a la salida del pueblo por el sur, en dirección a San Román, a más de doscientos metros de las últimas casas. En sus orígenes fue un humilladero establecido junto al camino más transitado, pero sucesivas ampliaciones dieron lugar al espacioso edificio que ahora vemos. Por el exterior descuella su espadaña de un único vano, construida con piedra. Ya dentro, como obra propia y titular, en su altar mayor se entroniza la imagen del Crucificado de gran tamaño, a la cual le han agregado una larga melena de pelo natural. Se le designa como de la Vera Cruz, honrándole con dos fiestas anuales. Una tiene lugar en días cercanos al tres de mayo y la otra por el catorce de septiembre. Como rito principal cantaban la loa del ramo, costumbre que se ha conseguido recuperar.

Atendiendo al conjunto urbano, estuvo siempre condicionado por un camino. En tiempos antiguos por su centro cruzaba la Calzada Real de Galicia. Venía desde San Román y después de pasar junto a la mencionada ermita discurría entre las casas. Desde aquí proseguía en dirección al cercano Pobladura, suponemos que por la llamada Calle Real Vieja. Con el trazado de la carretera nacional, la actual N-VI, ese itinerario se desvió por una zona tangencial. Pero a su lado fueron creándose mesones y cantinas, hasta integrarlo en el propio núcleo, el cual se fue alargando hasta casi conectar con el del vecino Pobladura. Formóse una travesía recta y despejada por la cual la circulación fue cada año más intensa, con el consiguiente peligro para los vecinos. En nuestros días, tras la construcción medio kilómetro hacia el oriente de la moderna Autovía del Noroeste, la A-6, el tráfico se canaliza ahora por ella, habiendo recobrado el pueblo la tranquilidad y sosiego de antaño. La instauración de un área de servicio, con gasolineras y establecimientos hosteleros, aneja a la citada autovía, ha menguado el descalabro económico producido por ese trasvase de viajeros.

Al pasear por las diversas calles observamos que la mayor parte de las viviendas son de nueva construcción. Han desaparecido casi por entero los inmuebles de arquitectura tradicional, creados con un áspero y rojizo tapial lleno de guijarros. De todos los recintos urbanos el más noble es la Plaza Mayor, el cual se realza con un pavimento más estético. A las afueras, marcando el fin del término, resulta singular la Marra de Patagranos. Es un agudo piedrón de más de dos metros de altura, con una especie de bola cincelada en su extremo superior.

Atendiendo a la historia, las citas más antiguas en las que se menciona el pueblo son del año 1187. Por entonces se le denominaba Turris. Del 1336 se sabe que el rey Alfonso XI donó al convento de Santa Clara de Benavente 1000 maravedíes de los tributos de La Torre y otras aldeas de la zona. Pese a tal legado, esa cantidad no pudo cobrarse debido a la acusada pobreza en la que yacían esos lugares. Avanzando hasta el 1402, en esa fecha el pueblo estaba sujeto casi por entero al señorío de Juan de la Torre. Tal caballero cedió el dominio a las clarisas benaventanas, pero los vecinos afectados se rebelaron ante ese cambio jurisdiccional. Entablaron con las monjas un largo y famoso pleito que al final perdieron, quedando obligados a pagar las costas. Tiempos después y al igual que en la mayor parte de las poblaciones del entorno, el control pasó a los Condes de Benavente.