La vía romana número XVII, que enlazó antaño las ciudades de Braga y Astorga, en su trazado por la vega del Tera dejó como testimonio dos importantes topónimos. Son éstos Calzada y Calzadilla, nombres de otras tantas localidades separadas entre sí por el propio lecho del río. El ancestral itinerario, fácil de rastrear en algunos tramos, salvaba por aquí el cauce fluvial, suponiéndose la existencia de algún puente o vado del que no perduraron vestigios. Sobre el lugar de esa hipotética pasarela, inauguraron en el año 2006 un nuevo viaducto, el cual ha sido designado oficialmente como Puente del Oro. Evoca ese apelativo el pretérito tránsito de carruajes cargados con el rico metal extraído de las famosas minas de Las Médulas y de otros yacimientos del noroeste peninsular, cuyo destino final era Roma, capital del imperio.

Centrando nuestra atención en el pueblo de Calzadilla, veremos que su casco urbano se emplaza en la margen derecha del Tera. Aprovecha una especie de planicie o terraza, alzada unos pocos metros por encima de los niveles del curso acuático. Se libra así de las devastadoras riadas tan frecuentes en los inviernos, beneficiándose a su vez de la fecundidad de las tierras ribereñas. El núcleo actual debe de ser el heredero de algún asentamiento muy anterior. En sus mismos solares han descubierto vestigios de un mosaico, que pudo formar parte de una villa de hace unos 2000 años. También hallaron diversas tumbas y cerca de ellas piedras redondas, tal vez ruedas de molinos. Además, veremos uno de los miliarios pertenecientes a la antigua vía, el cual se encontró caído a las afueras, recolocándolo en la zona de Las Eras como pieza digna de conservar. Es un cilindro pétreo, tallado en roca tipo ollo de sapo, de más de metro y medio de altura, que ha perdido o nunca tuvo el rótulo habitual que indicaba su numeración y el nombre del emperador bajo cuyo mandato fue alzado.

Atendiendo a tiempos medievales, se tiene constancia documental de la existencia de la localidad al menos desde el siglo XI. En el año 1030 un hacendado, Froila Éctaz, junto con sus cuatro hijos, donó la mitad de la villa de Calzadilla, de la cual era dueño, al cercano monasterio de San Miguel de Camarzana. Poco después, en 1057, Munadonna, una señora principal, entregó al también cenobio de Santa Marta de Tera toda la población.

En la realidad actual, al dar un paseo detenido por las diversas calles, advertimos que la práctica totalidad de las viviendas son de reciente construcción. Esa modernidad delata una positiva pujanza, un bienestar evidente. Ese afán renovador también afectó a los recintos religiosos. Abandonaron la iglesia histórica, alzando otra nueva, inaugurada en 1989. El templo antiguo se ubicó en el extremo septentrional del área edificada, sobre una especie de estratégico cerrillo desde el que se domina la vega. Tal oratorio yace en nuestros días sumido en el mayor de los abandonos. Sus tejados se presentan hundidos y sus muros desportillados; invadido de maleza el interior. Fue un monumento de precaria calidad, erigido con una mezcla de materiales entre los que dominan el tapial y una ruda mampostería. Sin embargo, tuvo orígenes románicos, apreciables en el arco triunfal de medio punto, el cual aún muestra evidente firmeza. Está dotado de chambrana y se apoya en recios pilares rematados en sencilla imposta. Aparte, en la pared central del presbiterio se distinguen ciertas pinturas murales, probablemente barrocas, que en lo que se ve reproducen flores y otros motivos vegetales de buen estilo. Sobre la fachada de poniente se yergue la espadaña, rematada en piñón agudo. No es la primitiva, pues se aprecian huellas de que fue rehecha, agregándose ingratos bloques de cemento. Al lado queda el antiguo cementerio, situado en incómoda cuesta, constreñido por el canal inmediato. También este camposanto ha sido sustituido por otro moderno y mucho más amplio y apropiado, apartado sobre un cerro hacia el mediodía.

Si abruma la contemplación de la ruina de la vieja parroquial, sentimos un notable alivio al apreciar la nobleza del flamante edificio que alberga ahora los cultos. Muestra en todas sus formas una gran sencillez, pero está resuelto con dignidad. La fachada cuenta con un holgado pórtico bajo el que se protege la entrada. A su lado se eleva el campanario, torre cuadrada rematada por una cruz sobre agudo chapitel. El interior, amplio y luminoso, está presidido por un precioso retablo de estilo barroco, traído de la antigua sede, restaurado con esmero. En realidad está formado por estructuras que se complementan. El medio lo ocupa el retablo mayor originario, al que añadieron dos alas que quizás fueron de altares secundarios. Dentro de sus diversas hornacinas se cobijan imágenes valiosas, destacando las de las santas patronas, Justa y Rufina, representadas con sus peculiares atributos que testifican su profesión como alfareras. Aparte de otras interesantes piezas, descuella una preciosa cruz procesional de madera, con graciosas esculturillas en su macolla o nudo y matizada policromía.

Tras desplazarnos unos pocos pasos accedemos a la sencilla ermita de la Virgen de la O. Éste sí es un santuario vetusto, quizás del siglo XVII, construido con piedra y bien reparado. Su fachada, dotada de alpende, se remata con una graciosa espadaña de un solo vano. En su interior se venera la imagen de la Esperanza o Virgen de la O, cuya fiesta celebran el 18 de diciembre. En el mes de mayo también le dedican una concurrida novena. Aunque es de talla completa, la figura titular se presenta vestida con cintas multicolores, donadas por sus devotos.

Como inmueble característico destacó hasta hace poco tiempo la antigua casa rectoral, creada a medias de piedra y tapial. Descollaba por su espadañuela, dotada de pináculos, sobresaliendo por encima de los tejados. De ella colgaba un esquilón que antaño tocaba el sacerdote cuando partía hacia la parroquia para acudir a los cultos. Dado su progresivo deterioro, tan interesante edificio ha sido derribado hace escasos años.

A la salida del pueblo hacia el oeste, junto a una zona ajardinada cuidada con esmero se enclava la sede del ayuntamiento. En ese emplazamiento se facilita el acceso de las gentes del cercano Olleros, lugar integrado también en el mismo municipio. El edificio es nuevo, dotado de un amplio soportal en la planta baja y generoso balcón en la superior. En lo alto, a modo de remate, asoma una modesta torrecilla en la que se alberga el reloj.

Justo al otro lado, a las afueras en dirección a Pumarejo, apoyado en una acusada cuesta, se alza un pintoresco castillo. Posee torres en sus esquinas, rematadas con almenas. Es una flamante construcción, con funciones de residencia y bodega, que no deja de poseer interés.

Conocidos los principales atractivos del casco urbano, toca salir ahora al campo libre. Dos sectores totalmente diferentes forman el término. Uno, poco extenso pero de gran importancia económica, es la vega, fértil y bien irrigada. El otro, mucho más amplio, engloba toda la parte meridional del término. Ocupa una zona agreste y montuosa, una raña horizontal, accidentada por diversos declives producidos por la erosión secular de los regatos que la drenan. Dado su interés paisajístico, por esta última franja vamos a trazar nuestra ruta, para lo cual salimos del casco urbano desde los espacios que fueron las antiguas eras. Allí se sitúan una pista deportiva, el consultorio médico, el albergue, un merendero y el miliario antes señalado. Por detrás, un poco a desmano, queda una bucólica laguna, rodeada de arbolillos y junqueras.

Partimos por un camino con buen firme que se dirige hacia el sureste. Tras dejar atrás unas últimas viviendas y antenas de telefonía descendemos a una profunda vaguada. Penetramos en la depresión conocida como Valle Grande, paraje íntimo y apartado, un tanto bravío. En sus laderas se localizan algunas de las bodegas locales, diseminadas en diversos grupos. La hondonada se bifurca aguas arriba. Nosotros abandonamos la pista para marchar ahora campo a través por el vallejo de la derecha que ha de ser el principal. En sus comienzos resiste un lomo terroso, una presa elemental, ahora abierta, con la que, supuestamente, se originó una amplia charca. Retuvieron así los caudales del arroyo que drena esta parte, el cual sólo lleva agua en épocas de lluvias copiosas. Transitamos entre ásperos pajonales, hierbas hirsutas aprovechadas antaño por los rebaños. Las cuestas contiguas aparecen densamente arboladas, con encinas y robles entre los que prospera densa maleza de jaras y brezos. El paraje resulta montaraz y solitario, silencioso, como si nunca hubiera sido hollado por el hombre.

Tras haber recorrido por allí algo menos de un kilómetro topamos con una segunda travesía que viene directa desde el pueblo. Aprovechamos su existencia desviándonos por ella hacia la izquierda. Avanzamos así sin abandonar el valle más destacado, dejando a la otra mano una angostura secundaria. En una próxima bifurcación elegimos el ramal de la diestra, para ascender en fuerte rampa a la planicie dominante. Aunque prosigue la arboleda por arriba, quedan las huellas de que toda esta parte fue sembrada antaño. Se aprecian las formas rectangulares de las viejas parcelas, algunas de las cuales han sido desbrozadas recientemente. Aunque su terreno es rojo y profundo, poca cosecha hubieron de rendir, dada la sequedad dominante. Tras su abandono, el bosque se apoderó de ellas con rapidez.

La vereda que seguimos empalma con el llamado camino de la Llomba, optando nosotros por la dirección norte. Enfilamos así de nuevo hacia el pueblo, al que retornamos tras despreciar los rumbos que parten hacia la izquierda. Ya muy adelante, en un tramo en el que la arboleda desaparece, disfrutamos de panorámicas despejadas. Divisamos así Olleros hacia poniente, de frente Calzadilla, más allá Calzada y Camarzana alejado hacia levante. El curso del río se aprecia por la ininterrumpida serie de sotos que prosperan junto a sus riberas.

Después de dejar atrás otro conjunto de bodegas, descendemos a dominios más desnudos ya cerca del casco urbano. Antes de entrar en él vemos que cruza por ahí uno de los canales, con lo cual ya es posible el riego de las fincas. Resiste junto a él un cuadrado palomar, rústico y sobrio, dotado de serena belleza. Hallamos más en otros pagos, entre ellos tres formando un atractivo grupo junto a un talud que se asoma a la vega.