Comenzó una etapa indescriptible para mí. A la pena se unía el estigma. Algunas personas nos veían como apestadas, éramos las mujeres de los rojos. Las humillaciones de algunos adversarios con sus gestos de altanería nos dolían tanto como la ausencia. No se podía hablar, no se podía contar la pena; nadie te entendía, no querían entenderte. El miedo atenazaba el alma.

Reanudamos la vida como pudimos. Debíamos sacar el trabajo adelante y me agarré con fuerza a la tarea. Por la noche salía a llorar sola a la calle y miraba a las estrellas. ¿Dónde estaría la mía? Definitivamente se había perdido para siempre.

Supimos pronto que a los detenidos los habían llevado al castillo de Puebla, cárcel de la comarca, y que allí estaban hacinados; el número de detenidos era muy grande. Solo pude visitarlo una vez y fue una visita muy corta, enseguida nos mandaron marchar.

Desde la carretera, cuando volvía a casa, junto al puente, miré hacia arriba y vi en aquella ventanita un hombre que yo creí identificar. Me pareció que me decía adiós con la mano antes de que alguien lo arrancara de un tirón hacia dentro. No volví a verlo hasta seis años después.

¡Qué oscuros se volvieron los caminos del pueblo! ¡Cuántas lágrimas vertí en los momentos de soledad, y cuántas miradas furtivas como agujas, me clavaron! ¡Cómo dolía la falta de solidaridad y la incomprensión de algunas personas! El 12 de septiembre se recibió un aviso: Los familiares de los detenidos podían visitarlos al día siguiente con más tiempo y tranquilidad que la vez anterior, según decía el mensaje. Después serían trasladados a la cárcel de Zamora.

Aquello significaba que, al estar más lejos, podría visitarlo menos. Pero de momento iba a poder abrazarlo y hablar con él un rato. Todos los familiares se prepararon para visitarlo y reconfortarlo. Yo tenía sentimientos encontrados: emoción, alegría, nerviosismo dolor, incertidumbre, miedo. ¿Qué pasaría después? Pero el deseo de que llegara la mañana siguiente se impuso a todos los demás.

Esa noche no dormí, solo quería que amaneciera para irme a Puebla. Me levanté muy temprano y una vez más, las estrellas iluminaron mi camino y mis pensamientos. No esperé a nadie, yo sola recorrí los 15 kilómetros que nos separan de la Villa, fui por el monte, me parecía el camino más corto, no tuve miedo a nada, no me preocupaban los lobos ni la guerra.

Llegué al castillo antes de salir el sol, me dirigí a la puerta principal. Allí me recibió un guardia que soltó una carcajada, para mí macabra, cuando le expresé mi deseo de ver a mi marido. Me miró y dijo a su compañero algo más alejado:

-Mira, esta quiere ver a su marido.

-Ya no están aquí. De madrugada los han trasladado a Zamora.

-Pero si…

-Ya se lo han dicho, ya no está aquí-.Añadió el primero.

Me pareció que la tierra se abría bajo mis pies y caía al abismo. Me derrumbé. La luz desapareció de mis ojos y perdí la consciencia. Desperté en aquella peña que hay a la derecha de la puerta grande y lloré, lloré durante mucho rato las lágrimas más amargas de cuantas han salido de mis ojos a lo largo de mi vida.

Cuando los otros familiares fueron llegando les di la noticia de la humillación y la burla. Volvimos todos a casa, abatidos, con los pequeños obsequios que habíamos llevado y con la desazón y la impotencia del vencido.

¿Cómo afrontar ahora el futuro? A Zamora yo no podría ir. En aquellos tiempos no había medios de transporte, pero además no había dinero para un viaje. Mis padres hacían lo que podían, pero yo no encontraba ningún consuelo, quería desaparecer, huir, morir. Una profunda pena, una negra sombra se adueñó de mí y fue desde entonces mi compañera inseparable, perenne.

A veces soñaba que lo habían soltado y que volvía a casa; entonces el despertar era más frustrante, pero pensaba: ¿y si es verdad y en cualquier momento aparece? Él no ha hecho nada malo, no ha cometido ningún delito, es incapaz de hacer daño a nadie, ¿por qué lo detuvieron? A lo mejor reconocen que fue un error. Eso sería lo normal. Pertenecía a la Sociedad, eran sus ideas y luchaba por ellas, por la mejora de las condiciones de los trabajadores, de forma pacífica, a nadie hizo mal con eso.

No apareció. Y tuve que resignarme a vivir con la inmensa cruz de la amargura. Abrí los ojos cuando supe quien lo había denunciado y entendí que la venganza ruin había sido el móvil de esa injusticia. Empecé a comprender el problema, a despertar de la pesadilla, sin salir de ella, porque era real y no me abandonaría.

Aquella agonía se acrecentó cuando supimos que estaban ejecutando todos los días a varios presos en la cárcel de Zamora. Cualquier día podría tocarle a él. ¿Qué importaba que no hubiera hecho nada malo? No era la justicia lo que prevalecía en aquellos días. Menos mal que nos escribía mucho. Sus cartas eran un bálsamo para mí, pero ¿me decía la verdad? Minimizaba todos los sufrimientos, nunca se quejaba, siempre decía que estaban bien. Alguna vez nos pedía sellos de correo que luego él cambiaba allí por algún dinero o directamente por material para manualidades, alguna de las cuales guardamos como el más preciado tesoro. Así aliviaba su larga espera y su injustísima falta de libertad.

El día 5 de enero del 37 ejecutaron a Silvestre, detenido en Requejo, compañero en la vía y entrañable amigo. Esa noche, después de escuchar la lista negra, Silvestre se despidió de él con un largo abrazo y le dijo:

-Primo, en el lavadero dejo dos mudas secándose, cógelas par ti. Lo demás, el reloj y lo poco que tengo, se lo mandas, por favor, a mi mujer; dile que viva, que críe sin pena al niño, que sea valiente. Adiós primo, ¡suerte!

(*) Relato incluido en el libro Patochín, la niña que quería una estrella.