Un pueblo con 350 habitantes, una densidad de población de 12 habitantes por kilómetro cuadrado y una edad media de 57,34 años está abocado a la desaparición en muy pocas décadas. Como mucho, en él puede quedar una docena de familias para cultivar la tierra y atender las naves de cría de ganado porcino de la expansiva Cooperativa de Bajo Duero (Cobadú). Las otras casas habitables serán de personas que trabajan fuera y que vuelven a su tierra de origen a pasar una temporada en verano con sus hijos y nietos.

Lo siento y me duele profundamente, porque ese es el caso de mi propio pueblo, Pajares de la Lampreana. Sé, pero no me consuela en absoluto, que es el triste destino de la mayoría de los pueblos que configuran la Tierra del Pan y de Castilla en general, hace medio siglo todavía pujantes y llenos de vitalidad.

No se trata de una percepción catastrofista, sino de la constatación de una realidad dolorosa, a la que no le veo salida. Estos "condenados de la tierra", por emplear el título de un famoso libro de Frantz Fanon publicado en 1961, son los auténticos parias del olvido o de la negligencia de la Administración pública española desde que potenció los polos de desarrollo en el norte del país y marginó a las poblaciones rurales del interior. Me temo que eso ya no tiene vuelta atrás.

Fanon fustigó la colonización como negación sistemática del otro, privándolo de todo atributo de humanidad, pero intuyó que el colonialismo acabaría derrotado, como ya lo había manifestado en "Piel blanca, máscaras negras". La historia le dio la razón. Estos otros condenados de la tierra, con piel y rostros exclusivamente blancos, han padecido una colonización a la inversa, pero igualmente humillante, con el agravante de que no se debe al racismo de las antiguas metrópolis, sino a algo más sutil y menos perceptible a simple vista: el desprecio o la relegación.

Castilla, que había sido a finales del siglo XV uno de los reinos más prósperos de Europa, sufrió el golpe de gracia cuando tuvo que exportar lana masivamente, sin aprovecharla para crear una industria propia. Se convirtió en exportador neto de una materia apreciada y valiosa, pero no supo o no la dejaron montar una industria transformadora con el consiguiente valor añadido y una mano de obra abundante y perdurable.

De aquellos barros vienen unos lodos que tampoco se achicaron en los últimos cien años. El apogeo económico de la industrialización, sobre todo en el norte de España (País Vasco y Asturias, principalmente) y la postración de las zonas rurales fueron la causa de la emigración de decenas de miles de castellanos a partir de 1960. Empezó así una despoblación galopante. Sin industria, el éxodo rural era inevitable.

¿Qué se puede hacer? Alejandro Macarrón, autor del libro "El suicidio demográfico de España" y director de la Fundación Renacimiento Demográfico, ha subrayado que "hay que hacer cosas, pero con mesura". Y ha asegurado: "Las políticas que favorezcan la natalidad son inaplazables, porque se trata del ser o no ser. O tenemos más niños, o la sociedad es absolutamente inviable".

Estamos de acuerdo en el diagnóstico, pero nunca fue lo mismo predicar que dar trigo. Las políticas natalistas en España nunca se han hecho razonablemente bien, ni cuando había muchas familias numerosas, ni ahora que soporta uno de los índices más bajos de natalidad en el mundo. La natalidad se incentiva con apoyos económicos a las familias.

En el caso de las zonas rurales, es preciso hacerlas también atractivas para que la gente pueda vivir dignamente en ellas, impulsar unos servicios sociales aceptables, tanto en sanidad como en educación, y estimular un turismo rural sostenible; en definitiva, generar bienestar y riqueza. Para lograrlo, hay que invertir. De no ser así, tendremos que seguir lamentando el inexorable declive de los pueblos e incluso de las pequeñas provincias como Zamora.