Decía un viejo amigo que las conversaciones más sabrosas suelen producirse alrededor de una mesa camilla, jugando la partida en el bar de la esquina, en la cola del supermercado, mientras uno espera la llegada del bus o simplemente matando el tiempo en la consulta del médico hasta que el revisor de tu salud dice que pases. En esos escenarios de la vida cotidiana es cuando suelen producirse confesiones entre las personas que no tienen desperdicio. Lo que se cuenta en esas circunstancias suele ser oro molido, información con la que interpretar la realidad y, por consiguiente, obtener algunas claves que nos permiten entender quiénes somos y qué nos pasa. Yo, que soy un cotilla social, me encanta llegar a alguno de esos lugares, poner la oreja y, cuando tengo ocasión, meterme en la conversación, aunque los interlocutores sean personas a las que acabo de conocer. Mi formación sociológica y mi profesión como docente me han llevado a no desperdiciar ninguna oportunidad para hablar con la gente.

Aunque a veces las resistencias para entablar una conversación con un desconocido son obvias, una vez que alguien comprueba que uno no trata de hurgar en sus vidas sin ton ni son, los coloquios suelen producir efectos maravillosos. Al fin y al cabo, los humanos somos seres sociales y, por tanto, eminentemente comunicativos. Necesitamos expresar nuestros deseos con palabras, gestos y con cualquier artimaña que logre cautivar al otro, receptor de nuestras historias e ilusiones, pero también de las quejas, los lamentos o las frustraciones que nos acompañan, que de todo hay en la viña del señor. Por eso, hablar con el otro, aunque sea un desconocido y en alguno de esos escenarios que enumeraba más arriba o en cualquier otro que usted pueda imaginar, tiene efectos y consecuencias en nuestra convivencia. Tras una conversación, indistintamente de cuál haya sido su contenido, uno se siente vivo. Da igual que haya transcurrido por derroteros amigables o, como sucede en ocasiones, por cauces inesperados: de una conversación siempre se obtiene alguna lección.

Puede ser que la conversación sirva para empezar a conocer a una persona de la que tenías una imagen algo borrosa, difuminada o distorsionada por el qué dirán. O puede que sea un buen pretexto para descubrir a alguien que pasaba por ahí y que ha sido tan generoso que no le ha importado dedicar unos minutos de su tiempo simplemente para hablar contigo en uno de esos espacios improvisados de la vida. Aunque también puede suceder que tras una conversación con un viejo conocido se refuercen las imágenes negativas que te acompañaban del sujeto que tienes enfrente o que, como también suele suceder, descubras sentimientos, acciones y maneras de ser que nunca te hubieras imaginado en esa persona con la que acabas de tener un rifirrafe. Sea para descubrir nuevos tesoros humanos o para certificar lo lejos que uno debe encontrarse de otras personas, las conversaciones pueden producir lo uno lo otro. Por eso es tan importante que hablemos, porque en esos escenarios de la vida cotidiana en los que coincidimos con el otro es donde nos conocemos mucho mejor.