Aunque esta cuestión la he abordado de manera directa o indirecta en este y otros foros, en estos momentos me parece esencial volver a poner de manifiesto la necesidad de un pacto estatal por la educación máxime cuando la inexistencia de una mayoría absoluta que rija los destinos del país facilita establecer un pacto, puesto que este exige el acuerdo entre partes y solo se puede hablar de dicho acuerdo, con garantía de su cumplimiento, cuando a él se llega a través de la negociación y no de la imposición. A esta situación se añade la situación educativa actual de España que deviene en una continua denuncia de los informes PISA y de la OCDE sobre las desigualdades entre las comunidades españolas y cómo estas se van agrandando, pese a que haya una cierta mejora en conjunto del país respecto al resto de países. Esta situación de desigualdad choca frontalmente con el presupuesto esencial de la descentralización de las competencias educativas con la que se pretendía, o se debiera haber pretendido, precisamente, lo contrario: posibilitar un mejor y más próximo acercamiento de la formación a la población; pero no es solo que eso no ha ocurrido, sino que esa descentralización ha mantenido, cuando no agrandado, la desigualdad educativa entre unas comunidades y otras. Acercar o facilitar servicios, sean estos de la índole que sean, no puede llevar aparejado que se haga en manifiesta desigualdad, porque atenta contra la misma Constitución.

Así pues, me parece más que oportuno reclamar desde aquí una vez más un pacto nacional por la educación que solvente, o cuanto menos palíe, lo que en mi opinión son los cuatro pilares básicos más deteriorados en los últimos años.

El primero es la estabilidad legislativa. La formación académica, el conocimiento y, sobre todo, la formación en valores requieren imperiosamente de estabilidad, de sosiego para su interiorización y posterior puesta en práctica y esto a día de hoy es una utopía. Desde 1980 hasta hoy hemos tenido siete leyes educativas, además de una, la LOCE, de 2002, que ni siquiera llegó a aplicarse. Someter la educación a las veleidades de cada cambio de gobierno se traduce en inoperancia por cuanto el profesorado, aun con la mejor voluntad, no ha terminado de adaptar la metodología a una ley cuando esta es sustituida, lo que conduce no solo al desasosiego, sino, y es más grave, al desdén, la desidia y, en definitiva, a no cambiar nada. Pero es más, esta sucesión legislativa se hace sin dar no solo tiempo a la implantación de una ley, sino a su evaluación, de manera que se cambia por criterios estrictamente políticos, que no pedagógicos.

En segundo lugar, es absolutamente necesario equiparar los niveles educativos entre las comunidades. Un Estado social y de bienestar no puede obviar los datos, ni condenar a una parte de sus ciudadanos a una formación menor que otros, porque no solo se ataca el principio constitucional de igualdad, sino que se hipotecan talentos por el mero hecho de dónde hayan nacido o residan y ello, exclusivamente, por no controlar, como es su obligación, qué se imparte y cómo en las escuelas. Y en la actualidad parece no haber una conciencia clara sobre este asunto, cuando, sin la menor duda, si los datos lo que arrojasen es que la posibilidad de que alguien muera de una determinada enfermedad en una comunidad es manifiestamente dispar a otra debido a la atención que recibe, el grito se pondría en el cielo y las calles serían un clamor.

En tercer lugar, y en ello lleva un año insistiendo la zamorana Asociación por un Acceso la Universidad en Igualdad, la EBAU (EvAU en algunas comunidades, lo que ya denota el despropósito) pone de manifiesto la desigualdad en el acceso a la Universidad en la medida en que notas medias obtenidas de manera distinta en cada comunidad posibilitan, sin embargo, el acceso libre de los alumnos a la Universidad que deseen, generando situaciones, denunciadas por la asociación citada a distintos estamentos educativos y políticos y ratificada por el Informe Manu, de la Doctora Rueda, como que comunidades con los peores resultados en PISA sean, sin embargo, punteras en el número de alumnos con más de trece sobre catorce en las calificaciones finales para acceder a la Universidad.

Finalmente, y como resumen de lo expuesto hasta aquí, la situación actual del panorama educativo español genera graves implicaciones personales, familiares y sociales. Personales por cuanto muchos alumnos ven truncada su vocación por venir de sistemas educativos que o bien menguan su formación, o bien menguan sus calificaciones; familiares en lo que supone, fundamentalmente en términos económicos, desplazamientos para estudiar fuera de la comunidad y, por último, sociales, en la medida en que el Estado desatiende de manera ineficaz lo que es el pilar esencial del desarrollo de un país, la formación de sus ciudadanos.

En definitiva, la educación no puede seguir siendo un campo de batalla electoral, o una mesa de tahúres disputándose quién lleva la mejor jugada, aunque esta acabe resultando un farol.