Estamos en la celebración del cuarto centenario del nacimiento del pintor Bartolomé Esteban Murillo. El año que vino al mundo comenzó en domingo. Para los amantes del horóscopo ya tienen una pista de lo que iba a dar gloria al artista sevillano: la pintura religiosa sobre todo. Pero podemos ver que dibujó cuadros tanto de tema celeste como terrenal. No es fácil encontrar un pintor que se mueva tan virtuosamente en ambos campos si exceptuamos los genios del Renacimiento italiano. Murillo fue un genio más de la pléyade que brilló con distintas artes en nuestro Siglo de Oro cuando, culturalmente hablando -no tanto en política o economía- España dio lo mejor de sí que aún perdura. La Sevilla de Murillo se parecía mucho a las florecientes ciudades italianas del siglo XV y XVI, con animada actividad comercial y cultural, y con epidemias de peste, para añadir comparaciones. En aquel ambiente, con terreno propicio para pícaros y potentados, triunfó el pintor sin necesidad de dar el salto a la Corte, como su paisano Velázquez. Murillo se buscó la vida con el pincel y encontró clientes para su pintura que le pagaban bien y a veces mejor que a otros ya consagrados, como Valdés Leal, especializado en el tema de la muerte. Pero nuestro pintor no estaba por cargar tintas ni color en la fugacidad de la vida o angustias derivadas de nuestra breve caducidad. En su paleta convivían los colores del cielo y de la tierra con admirable equilibrio. De ahí que serán los niños los representantes genuinos de su arte, tanto los chicuelos de las calles de Sevilla como los rostros angelicales que formaban el cortejo de sus famosas Inmaculadas. Hay una anécdota relacionada con la recuperación de la Inmaculada de Soult (así llamada por ser uno de los tesoros artísticos incautados por el mariscal de Napoleón en nuestra guerra de la independencia). Más de un siglo después de dicho robo, llegaría a España devuelto, tras las gestiones del gobierno de Franco y el de Petain que dijo al contemplarla por última vez en territorio francés: "¡Tantos niños para una Virgen!". Y es que Murillo sentía predilección por ellos. Motivos tenía, no sólo por los que contemplaba buscándose la vida en la calles de Sevilla sino por el dolor que arrastraba con la pérdida prematura de varios hijos cuyo rostro puso después en ángeles junto a la Virgen. A esta corte de pajes celestiales, un servidor ya esta apuntado, bien es cierto que sin merecimiento, desde que me bautizaron. Soy devoto de la Inmaculada, por nombre y cuna. Nací cerca de Villalpando, el primer municipio del mundo que profesó el voto concepcionista en 1466 (mucho antes de ser declarado dogma) haciendo pública declaración del mismo, en nombre del concejo de vecinos y su alfoz con el siguiente manifiesto:

Si la infernal sutileza

contra vos erige mando

defiende vuestra pureza

con su tierra Villalpando

aunque pierda la cabeza

Murillo pintó a la Madre de Dios en su esplendor místico-glorioso, con esa convicción popular que por su alta misión de engendrar al Mesías estaba libre de pecado desde que fue concebida. Pero también la retrató como una mujer de aquí, una madre que posa orgullosa con su hijo. Una madre, en ocasiones, complaciente y arriesgada mostrando a su bebé desnudito a los pastores de Belén para que den crédito al anuncio del ángel; así lo podemos ver en el cuadro que figura este año en el décimo de lotería de Navidad.

Queda claro que soy forofo de Murillo, pero hoy nuestro pintor no goza de la primacía con la que se le admiró tiempo atrás. Aunque en mi altar venero también a Velázquez y Goya, me gusta la pintura amable de aquél, nacida de una creencia arraigada en la fe popular pero con un toque de transcendencia y misticismo que a veces supera nuestra visión demasiado elemental de la teología. Me agrada también porque refleja el transfondo feliz y esperanzado de la religión en la que creo, la de un Dios de amor que se crió a los pechos de una mujer de nuestra raza. Sólo hay que mirar el cuadro del "Hijo Pródigo" donde color, dibujo y personajes crean un ambiente cargado de ternura, mostrando al padre que recibe al hijo perdido. Y hay un detalle en el perrillo que se suma a la escena de alegría posando sus patitas sobre el amigo prófugo. Ya sabemos la prodigiosa memoria olfativa de los canes, menor en todo caso que la desmemoria de Dios para con nuestras faltas. A la vista de todo ello, ¿se puede expresar más y mejor en un cuadro?

Puede que la difusión de cuadros de Murillo en formato de piedad popular, "arte de estampita", haya perjudicado al conjunto de su variada y extensa obra. Uno, a estas alturas ya está curado de modas y manías. Murillo está en mi casa, en la infancia, de los calendarios de pared a la cabecera de la cama donde han velado el sueño sus Inmaculadas. Con todo, mi cuadro preferido es esa escena humilde y hogareña que, paradójicamente, se exhibe en la imponente galería central de los tesoros pictóricos del Prado. Se trata de "La Sagrada Familia del pajarito" donde el pintor esconde toda afectación y devoción para mostrarnos una escena típica de una familia cualquiera. No hay visos de divinidad en el niño Jesús que juega con José, sosteniendo en sus manitas un pajarillo que quizá no aprendió a volar a tiempo. La Virgen, en segundo plano, contempla la escena mientras ovilla una madeja . En otra ocasión será una Inmaculada pero en este cuadro se trata de una madre normal, por ejemplo la de un servidor, que también sabía tejer, como María.

No viviré para celebrar el siguiente centenario del pintor, pero su obra seguirá repartiendo premios de deleite espiritual y artístico, como ha venido sucediendo de generación en generación.