Sé de alguien que, después de cuarenta y cinco años, acude cada mañana a su puesto de trabajo. Es un tipo de fiar. Trabaja en banca.

Me cuenta que forma parte de la plantilla de una de las mayores entidades financieras del país y que su vida laboral ha tenido momentos buenos y otros no tanto. Que el esfuerzo, dice, tuvo desigual fortuna pero que, en cualquier caso, su trabajo siempre ha estado definido por la entrega y la lealtad. Sucede que tenemos cierta relación y a veces me hace confidencias.

Mención especial en sus relatos merecen los compañeros. Se nota el respeto que le merecen. No puede evitar presumir de ellos, sin embargo, con la misma serenidad con la que habla de su buen hacer también comenta que ha trabajado junto a verdaderos delincuentes. "Los menos", matiza, "pero alguno hubo".

Las primeras oficinas que conoció, recuerda, eran como pequeños reinos de Taifas donde el director hacía y deshacía a su antojo. Hoy las cosas ya no son lo que fueron. Han sido muchos los cambios y, puestos a elegir, no duda en señalar uno que marcó un antes y un después en el sector. Se refiere a la transformación operativa que supuso pasar del bolígrafo al mundo de la informática. Un salto brutal y definitivo en el devenir bancario.

Mi amigo habla con nostalgia de los cierres de ejercicio. Un proceso contable que hoy apenas dura lo que tarda en arrancar el ordenador pero que en una época donde la "tecnología punta" se reducía a la máquina de escribir y, si acaso, a un par de sumadoras se convertía en una aventura con final incierto.

Era, el de sus comienzos, un mundo tan alejado de los sistemas operativos actuales que parece sucediera en la prehistoria. Cada vez que le escucho siento vértigo. Hoy nos hemos vuelto a encontrar y, a punto de jubilarse, cuenta cosas sorprendentes.

Parece ser que los requerimientos de capital exigidos por las autoridades europeas han sumido en el caos al modelo bancario tradicional. La crisis ha provocado un cataclismo en el sector y las viejas formas han saltado por los aires. Se avecina un tiempo nuevo con prodigios nunca vistos en el oscuro universo de la banca. Las entidades financieras no se resignan a perder sus prebendas y buscan oportunidades de negocio a toda costa Están nerviosas. La ciudadanía, indignada ante ciertas prácticas de dudoso contenido ético.

Resulta que han sonado las alarmas. Con el Margen Financiero en caída libre los chamanes bancarios se propusieron encontrar solución a sus cuitas y, dando en pensar y pensar, estos grandes hombres a quienes tanto debemos dieron con los seguros. El producto ya estaba ahí pero, ellos que tanto saben, no habían reparado en el filón. Una vez descubierto lo demás fue fácil. Tan sencillo como poner en marcha la poderosa maquinaria bancaria para asegurar el preciado botín.

Con la veda abierta, cuenta mi amigo que la presión ejercida sobre su oficina para cobrar la pieza es brutal. No valen excusas para los incumplimientos. Broncas. Amenazas de despido. Seguimientos obsesivos por parte de los órganos centrales. Los empleados tienen que formalizar seguros sí o sí. Sin miramientos. A cualquier precio. Vinculándolos si fuera preciso a la concesión de préstamos en una especie de grosera pirueta comercial que, además de suponer una burla para el prestatario, podría ser considerada abusiva por los tribunales.

A punto de jubilarse, mi amigo no entiende nada. Está cabreado. Después de cuarenta y cinco años en una de las mayores entidades financieras del país se siente relegado. Y es que, según dice, se niega a hacer suyas ciertas formas de gestión en las que parece que todo vale.