Acaba de celebrarse el congreso de un partido político en el que han elegido, por mayoría, a un secretario general, y después el resto de los cargos. Para ello ha sido necesario que antes se pasaran a cuchillo entre ellos, diciéndose de todo, porque unos pensaban de una manera y otros de otra, de manera que entre el temblor de una llama moribunda todos pretendían mangonear el partido. Bien es cierto que aparentan haber sido unas elecciones democráticas, cuyos resultados los han decidido, exclusivamente, los militantes. Lo que está por ver es si lo que han decidido los militantes es lo que hubieran decidido los votantes, de haber podido decidir éstos. Porque para que pueda existir un partido fuerte y competitivo hace falta contar con un buen número de votos, y de repetirse los resultados de las últimas elecciones sólo 3 o 4 de cada 100 votos corresponderían a los militantes, de manera que alguien debería plantearse que es lo que están pensando los 96 o 97 restantes. Porque a la gran mayoría no tienen por qué moverle banderas partidistas, ni tampoco cargos, carguitos o cargazos, sino programas políticos, y eso ya seria hablar de otra cosa.

En otros partidos parece que el hecho de ser nombrado líder, con el sacrosanto dedo de su antecesor, no solo no le ha quitado votos, sino que se los ha facilitado, como tampoco le ha restado votantes el elevado número de corruptos que anidan en sus entrañas, sino que, más bien, les están reportando más apoyos. Así pues, está por ver si la transparencia y los hábitos democráticos dan para mucho o solo sirven para perder elecciones.

Es lícito y respetable que cada cual, y cada cuala, forme el partido que le venga en gana, y defina sus pautas de actuación, y que se sitúe detrás del mostrador a la espera que vayan cayendo clientes. Pero también es licito que cada cual otorgue su voto a quien le parezca oportuno, de forma que nadie se sienta obligado a dárselo a aquellos que, por tradición, dicen representarle.

España es un país pintoresco y variado, de forma que se ofrezca lo que se ofrezca siempre habrá alguien dispuesto a seguir a determinados pastores. Porque de formarse un partido cuyo signo programático fuera la defensa de las cabras, observaríamos que mucha gente les seguiría, ya que, algunos, entenderían que se trata de un animal dócil, otros que resulta exquisita la leche que reporta, y unos pocos apostarían por el amor desinteresado que tan pacíficos animales ofrecen a algunos pastores. Y si no - ya lo saqué a colación otra vez - que se lo pregunten a José María Pou, que dirigió e interpretó "La cabra o ¿Quién es Sylvia?", del dramaturgo americano Edward Albee; un drama en el que se miden los límites de la tolerancia, donde un afamado arquitecto se enamora perdidamente de una cabra que le corresponde en plenitud, sin causarle problemas, ni exigirle sacrificios. Cierto es que se trataba de una función encajada en el teatro del absurdo, como algunas de Ionesco, o de Harold Pinter, o a mayores, de nuestro Miguel Mihura, pero lo relevante era la cabra, indiscutible protagonista de la función.

Haya partido de la cabra o no, lo cierto es que la gente, en general, está harta de aguantar tanto cachondeo, tanto desprecio, tanta corrupción justificada; de manera que, de presentarse, en un futuro, algún partido rompedor, a buen seguro que no sería mal recibido.

Pues eso, que habrá que esperar a ver que venden unos y otros respecto al tema de Cataluña, a la inmunidad de los corruptos - de primero o segundo grado - a la desmesurada protección de la banca, a las contrataciones que rayan en el esclavismo, a la independencia del poder judicial. Una vez escuchados unos y otros habrá que optar por alguno, o por ninguno de ellos. Porque el personal se encuentra lejos de creerse las cosas, ya que el exceso de desinformación, con el que les bombardean desde los telediarios, hace que sean incapaces de estar seguros de acertar en la elección. Y es que nos guste o no las montañas existen y si no existieran, "el camino, indudablemente, sería más fácil y más corto; pero las montañas existen y hay que pasarlas", esto ya lo dijo Goethe, en boca de Werther, allá por el siglo XVIII.