Hubo un tiempo en que los mitos ocupaban el lugar que posteriormente harían suyo las religiones. Era cuando las cosas no tenían nombre y el mundo inanimado regía el quehacer de los hombres entre prodigios sabiamente programados y repetidos periódicamente con precisión portentosa.

El agua de la lluvia caía entonces de las montañas de la luna y no existían, aún, la noche ni el día. Si acaso, un incruento combate entre luces y sombras con alternancia en su devenir y final incierto. Los dioses llegarían después, con las palabras. Y mucho más tarde, con la manipulación del lenguaje, los clanes y con ellos los tiranos.

No tardaron en aparecer las ideologías y la lucha por el poder se convirtió a partir de ese momento en una constante. Surgieron las leyes. Se formaron ejércitos, se establecieron fronteras y se delimitaron océanos y cordilleras con la fuerza, siempre, como argumento. Finalmente, con el mundo definitivamente fragmentado en tribus la fundación de los grandes imperios fue sólo cuestión de tiempo.

En aquel paraíso primitivo manipulado por seres fantásticos, irascibles y colosales por más que nunca se mostrasen a los hombres, no había sobresaltos morales ni más afán que el de la mera supervivencia. Sin embargo, los ingenuos moradores no lo debieron tener fácil y es que la naturaleza se empeñaba, de continuo, en derribarlos. A su antojo cambiaba el curso de los ríos y convertía en mares los valles. Generaba plagas horrendas y con lluvias de granizo y fuego devastaba asentamientos, cosechas y rebaños. No había tregua bajo la bóveda celeste, ni bálsamo para la existencia en aquel mágico universo. Ni escondrijo alguno. Ni clemencia.

Era el acoso de las fuerzas naturales tan despiadado y brutal que el hombre se vio obligado a buscar una razón que justificase tanta dureza. En su desamparo intuyó la necesidad de darle sentido a las sequías, aluviones, terremotos y huracanes y, a falta de argumentos científicos que los explicaran, inventó la culpa. Con ella todo encajaba en aquel entorno imprevisible y hostil.

El pecado original venía a ser, así, el reconocimiento de la limitación humana. Se trataba de darle sentido al mundo. Nacía la religión.

Las divergencias llegarían más tarde. A pesar de partir de idéntica realidad, aquella unidad primera en las creencias pronto se resquebrajó. Y así, el Cristianismo, el Judaísmo y el Islam, las tres grandes religiones monoteístas, no tardaron en convertirse en enemigos irreconciliables. De nada valió haber sido concebidas en igual proceso, de nada obedecer a la misma intuición y compartir afanes.

Particularmente, no me cabe duda de que cualquiera de estos credos cuenta con eminentes teólogos capaces de justificar la autenticidad de su doctrina y rebatir con firmeza y convicción a quien quiera que la cuestione. Concienzudamente. Con la autoridad propia de los doctores y defendiendo sus tesis con argumentos irrefutables. ¡Faltaría más! No en vano, han sido entrenados para ello y son gente que sabe pero ? ¿y si, al margen de complicaciones teológicas, las tres fueran verdaderas? ¿Y si realmente compartiesen el mismo Dios y la única diferencia fuese el modo en que nos lo cuentan?

No sé. Podría ser aunque no me atrevo a asegurarlo. Aquí, en los Tres Árboles, las cosas suelen llegar un tanto distorsionadas y todo es confuso, la verdad. Tan solo el río, los almendros florecidos y la certeza de una primavera a punto de reventar.