Podía llegar a oírse el ruido producido por el choque del agua con los costados del casco, mientras la barca avanzaba lentamente por el centro del río con una parsimonia casi exasperante. Apenas podía distinguirse quién o quiénes la impulsaban, porque la densa bruma lo impedía, aunque parecía perfilarse la figura de un hombre que, presumiblemente, manejaba los remos de manera cadenciosa.

Un grupo de octogenarios, apoyados sobre la barandilla del puente, observaban atentamente. Comentaban que se trataba de un conocido barquero que volvía a Zamora, cada cierto tiempo, procedente de un lugar indefinido, situado más allá del nacimiento del Duero, aunque alguno de ellos defendiera que venía de más allá de la desembocadura. Coincidían en haberlo visto varias veces, en ocasiones aguas arriba y otras veces aguas abajo, o cruzando de un lado a otro, de la misma manera que lo soliera hacer durante muchos años, allá por la mitad del siglo pasado, cuando transportaba viajeros o alquilaba sus barcas a quienes necesitaban cruzar el río por algún lugar apartado de los puentes.

El barquero, en esta ocasión, navegaba aguas abajo, y desde su pequeña embarcación podía intuir que se encontraba frente a la zona más poblada de la ciudad. Había dejado atrás el tramo donde las espadañas de las iglesias despuntan por encima del recinto amurallado. También había pasado frente a la gran chimenea de ladrillo que pertenece a una época en la que la actividad industrial se hacía presente en la ciudad, aunque ahora formara parte de un moderno hotel.

Bajo el puente medieval, mientras la bruma seguía durmiendo sobre la superficie del río, traspasó uno de los quince arcos que lo sustentan, y le fue permitido adivinar en la distancia, aunque con cierta dificultad, el cimborrio gallonado de la Catedral.

Era aquel un día en el que, según los meteorólogos, iba a disfrutarse de un atardecer limpio y luminoso, pero la inoportuna climatología hizo que se adelantara el anochecer, ya que la niebla había bajado tanto que la luz había desaparecido. En el silencio de esa tarde oscurecida prematuramente, algunas luces desvanecidas sugerían que por allí podían encontrarse algunas de las edificaciones más características de la ciudad, por donde habían transcurrido los mejores años de aquel hombre, cuyo oficio, desafortunadamente, había desaparecido hacía ya muchos años.

Llegó el momento en el que las aceñas ubicadas en la margen derecha del río podían tocarse con la punta de los dedos, y el barquero decidió comprobar en qué situación se encontraban. Mientras el cantarín ruido del agua golpeaba los tajamares, el barquero maniobró para que la embarcación pudiera acercarse a la orilla al objeto de detenerse unos minutos. Momentos estos que aprovechó para comprobar que se habían reconstruido, con buen criterio, los antiguos mecanismos medievales que funcionaban con el simple impulso del agua.

En una de las aceñas, la que acoge el molino del grano, le esperaba un paisano, un colega que, como él, era un enamorado del río, conocedor de sus vericuetos, de las pozas, los remolinos y también de las zonas que gozan de aguas más tranquilas. Era otro barquero, que añoraba estampas del pasado. Sin apenas mediar palabra, y tras darse la mano, volvieron sus pasos hacia la barca, a la que se incorporaron dando un salto desde la orilla, como en los viejos tiempos.

A partir de ese momento, ambos ocupantes impulsaron con enorme fuerza los remos, de manera que la velocidad de la barca fue incrementándose, hasta que llegó a perderse en el horizonte, aguas abajo, pasada la curva que toma el río cuando abandona Zamora. Los dos barqueros, aunque remaban deprisa, lo hacían sin aparente esfuerzo, mientras la bruma los envolvía en un viaje misterioso.