Al inicio de "El tambor de hojalata", la novela de Günter Grass sobre la Segunda Guerra Mundial, el protagonista señala que "nadie debería escribir su vida sin haber tenido la paciencia, antes de fechar su propia existencia, de recordar por lo menos a la mitad de sus abuelos". El pasado domingo 4 de diciembre, se cumplieron treinta años de la muerte de Manuel Barrios, uno de los míos, comerciante y hombre bueno en la Sanabria del siglo XX. Su vida es una buena metáfora de lo que supuso aquel siglo en nuestra tierra: la llegada de la modernidad y, con ella, la aceleración de un proceso migratorio que supuso a la larga el fin de un mundo que ya no volverá. Un mundo hecho de relaciones comunitarias, donde uno era hijo o nieto de alguien y con eso bastaba para llegar a un acuerdo o para ser invitado a cenar. Un mundo, en fin, en el que vivieron unas generaciones, las de nuestros abuelos, que tuvieron la suerte de hacer el tránsito de la premodernidad a la modernidad en una sola vida: del caballo al avión, de la lumbre a la calefacción y del candil a la luz eléctrica en pocos años. Manuel había nacido en marzo de 1899 en Cervantes de Sanabria, uno de esos pueblos mágicos ubicados en el Sierro sanabrés y tan ligados, en su momento, a los Lemos gallegos y a sus parientes los Pimentel, señores de Benavente. Tierra de emigrantes y de emboscados, como sugiere siempre mi maestro Lauro Anta. Ya desde muy joven Manuel tuvo contacto con la emigración: uno de sus tíos paternos había marchando a trabajar en la incipiente minería vizcaína de finales del XIX, mientras que una de sus tías maternas se había ido, como tantos otros sanabreses, a la Argentina buscando una vida mejor. Él era hijo de Pedro Barrios, uno de aquellos pioneros que a finales del XIX comenzaron a tener presencia estable en las campas de Nuestra Señora del Puente, dando forma a lo que hoy es el Mercado del Puente. Todavía en mi infancia se veían allí las casetas de metal azules en las que los comerciantes guardaban sus mercaderías de lunes a lunes. Cazador impenitente, como lo eran muchos sanabreses hace cien años, Manuel se casó en julio de 1929 con su novia Encarnación, de San Juan de la Cuesta. "Yo sabía leer, pero sus otras pretendientes no", me recordaba un día mi abuela muchos años después. Cuando a Manuel le llegó la hora de emanciparse, forjó con la ayuda de su mujer y de sus hijos un comercio que, junto con el de sus hermanos Miguel y Paco, fue famoso durante gran parte del siglo pasado en toda la comarca: las ferreterías de los hermanos Barrios, que eran paso obligado cuando uno iba al Puente a lo que fuera. Allí Manuel aprendió, estoy seguro, que los acuerdos solo son posibles cuando las dos partes ganan, que uno vale lo que vale su palabra y que son los comerciantes los que en verdad hacen prosperar a los pueblos. Llegó la guerra y Manuel puso de su parte para evitar muertes y prisiones en aquella locura colectiva de la España de 1936. Fueron pasando los años y llegando los hijos. Muchos, como solía ser habitual en aquella España. Y como una muestra más de que los tiempos estaban cambiando, de los diez que tuvo solo una, su hija Laura, se quedó a vivir en la tierra. El resto emigraron, todos, en una buena muestra de la emigración sanabresa: a Sevilla, a León, a Bilbao, a Madrid. Gente trabajadora todos ellos, y gente que no paró hasta conseguir un futuro mejor para sus hijos, un futuro que, como tantos sanabreses de su generación, imaginaban construido con esfuerzo y lejos de su tierra sanabresa. Manuel trabajó toda su vida, hasta el final. En verano disfrutaba viendo a sus docenas de nietos corretear por su ferretería mientras, sobre todo los lunes, sus hijos acudían a echarle una mano al negocio. Aquel negocio en el que se apilaban en el mostrador, por cierto, ejemplares atrasados del viejo Correo de Zamora y en el que yo aprendí a leer la prensa. Manuel murió, ya digo, un 4 de diciembre de 1986. Ahora se van yendo sus hijos, mayores ya, y somos muchos de sus nietos los que seguimos vinculados a nuestra tierra de origen en gran parte por los recuerdos de aquella infancia feliz a la sombra de nuestros abuelos. Y cuando me junto con los viejos amigos de Santa Colomba, de San Juan, de Escuredo o de la Puebla y hablamos de aquellos sanabreses que cambiaron sin darse cuenta y para siempre nuestra historia, recuerdo aquellos versos hermosos del poeta inglés Stephen Spender: "Pienso todo el tiempo / en aquellos que de verdad fueron grandes". Y pienso también que las personas no mueren mientras sigan viviendo en el corazón de aquellos que los recuerdan.

Treinta años ya.

(*) Politólogo. Director

de Operaciones de Sigma Dos