Terminará el mes de septiembre y ha llegado el momento en que los viñedos deben ser despojados de su fruto, ya maduro, para darle el destino que le corresponde: la mesa, como postre o su transformación en vino. Las uvas son cortadas de las cepas, echadas en los cestos y trasladadas, en su mayoría a los lagares para convertirlas en el preciado mosto que, más tarde, alcanzará la categoría de vino.

Por la geografía zamorana podemos ver en estos días a las madrugadoras cuadrillas de vendimiadores, afanados en buscar entre las parras los racimos que cortarán e irán acumulando en los cuévanos para llevarlos a los vehículos que harán el transporte.

La recolección de la uva ha variado muy poco en el transcurso de los tiempos. La corta de los racimos continúa haciéndose manualmente mediante hocinos, navajas o tijeras. Lo que sí ha variado mucho es el medio de transportar las uvas desde la viña al lagar. Del transporte en asnales, a lomos de caballerías, pasando por los carros de llantas de hierro, se ha llegado a los tractores con remolque y los camiones.

Como curiosa anécdota de la vendimia, quedan todavía las bromas que vendimiadores o vendimiadoras suelen gastar a los novatos o novatas que, cuando acuden a la viña por primera vez, no se libran de la "lagarada", consiste en restregarle con uvas tintas en la cara y, en ocasiones, también en otras partes del cuerpo.

Del traslado de las uvas a granel, en los camiones, allá por los años cuarenta y cincuenta, es de lo que principalmente deseo dedicar un recuerdo:

Eran los años en los que la chiquillería sentía la necesidad de muchas cosas, porque carecía de casi todo; lo único que le sobraba a la gente humilde era el hambre. Llegada la temporada de la vendimia, los muchachos esperaban con avidez el paso de los vehículos que transportaban uvas a granel para encaramarse en la parte trasera y hurtar cuantos racimos les fuera posible, no solamente los que pudieran comerse ellos, sino con el fin de lanzárselos a los que corrían detrás con ánimo de recogerlos aunque quedaran desgajados. Sin duda, se trataba de una temeridad por el grave riesgo que corrían si se caían del vehículo al que se habían subido con el más absoluto desprecio de las normas de la circulación que siempre han existido, pero entonces se valoraba más que hoy conseguir hartarse de uvas, aunque fuese a costa de alguna que otra caída con las consiguientes contusiones.

Los sitios donde eran esperados los camiones o los remolques para abordarlos eran las cuestas, tales como la carretera de la Estación, la avenida de Portugal o la cuesta de la Morana. En ellas subían más lentamente y daba tiempo a tomar una carrerilla y pegar el salto.

Por aquellas fechas, los vehículos transportaban uvas para las bodegas que, en la ciudad, se dedicaban a la elaboración de vinos. Cabe recordar la de Práxedes Casaseca, en la calle Doctor Carracido, frente al antiguo Parque de Bomberos; la de Pedro Rodríguez "El Maragato", en la carretera de la Estación: la de Zapata, detrás del Garaje Rufino (entre la avenida de Portugal y la vía del ferrocarril); la de José María Fermoselle, al final de la avenida de Galicia; las bodegas Avedillo, en la calle del Riego, y la Vinícola Zamorana, en la plaza de la Horta (hoy Hotel NH). Mucho más remoto queda el recuerdo de aquellas bodegas que había en el Alto de San Frontis y en el Barrio de Olivares. Se trataba de bodegas tradicionales, con sus zarceras, sus bocoyes y sus morteras para catar los caldos que habían sido elaborados con métodos ancestrales. En cambio, las modernas bodegas tienen sus propios laboratorios para someter los vinos a continuos análisis y darles los grados y paladar apetecidos.

Quedaron atrás aquellos años de privaciones y de escaseces hasta de lo más necesario. Comerse un racimo de uvas está hoy al alcance de cualquiera, sin que sea preciso arriesgar la integridad física para ello. Algunos viñedos, ya abandonados, ni siquiera llegan a vendimiarse porque cuesta más la mano de obra que el rendimiento que pudiera dar el fruto.

Bienvenido sea el mes de Vendimiario, el que, según el calendario republicano francés, coincidía con los días comprendidos entre el 22 de septiembre y el 21 de octubre.