De siempre se viene diciendo, al menos en España, que el teatro está de capa caída, que se encuentra en crisis, que va a menos, pero lo cierto es que, siempre, de mejor o peor suerte, va saliendo adelante. Porque es un arte que viene de antiguo, y los griegos, nuestros referentes, lo hicieron grande, tan grande, que obras de Aristófanes, Esquilo o Sófocles se siguen representando. Y grande fue también en nuestro siglo de oro, cuando en los corrales de comedias se representaban piezas de Calderón, Lope de Vega o el propio Cervantes. Y en el pasado siglo XX con Valle Inclán, Lorca o Mihura. Grande fue hasta en el franquismo, pues aunque la guadaña de la censura se cerniera sobre los autores, el régimen no pudo impedir que se representaran obras de Buero Vallejo, Alfonso Sastre o Alejandro Casona. Y aunque siempre hubo quien dijo que de eso no se podía vivir -porque se pagaba mal, poco, y solo de vez en cuando- lo cierto es que ha seguido subsistiendo, porque el teatro resiste cualquier sistema, ya que se encuentra por encima de las ideologías y de los propios hombres, ya que son los mismos hombres quienes, gracias al teatro, se transforman y transmiten múltiples sensaciones a quienes los ven desde el patio de butacas, el anfiteatro o desde algún proscenio: se quiera o no, el teatro devuelve la ilusión de los días amargos o dulces, según la función que llegue a elegirse.

Ahora, en pleno siglo XXI, en un presente con avances y retrocesos, continúan escuchándose los mismos lamentos: que no hay apenas trabajo, que se trata de una profesión que ofrece poca estabilidad en el empleo, que la cosa esta muy mal. Pero lo cierto es que el número de salas, estos últimos años, ha venido aumentado espectacularmente, al menos en Madrid, y la cantidad de obras representadas llega a medirse por cientos. Si analizáramos la cartelera madrileña observaríamos que existen 53 teatros -incluyendo los convencionales y las salas alternativas- y también comprobaríamos que en una semana cualquiera se tiene la opción de poder elegir entre más de cien funciones diferentes, que alcanzan las ciento cincuenta si llegaran a incluirse las correspondientes a musicales, danza y ópera (124 y 151 respectivamente, esta misma semana). Son cifras que, afortunadamente, muestran el auge que ahora tiene el teatro, y la preferencia de los madrileños hacia este tipo de espectáculo. Si comparáramos estos datos con los de las salas cinematográficas colegiríamos que hay la mitad de cines que de teatros -concretamente 29 cines- y que el número de películas que se vienen exhibiendo por semana vienen a ser de setenta (69 esta misma semana). De manera que el abanico en el que poder elegir es mucho menor en el cine que en el teatro, ya que se puede ver el doble de funciones teatrales que de películas.

Aunque los cines sean, realmente, multicines, y existan un montón de salas de proyección, hay que recordar que también algunos de los teatros disponen de más de una sala para sus representaciones. Tampoco hay que olvidar que las representaciones teatrales a las que estoy haciendo mención corresponden exclusivamente a espectáculos comerciales, ya que de haber incluido aquellas representadas en centros culturales, fundaciones o asociaciones, la ratio, a favor del teatro, aumentaría aún más. Y es que durante estos últimos años la pirámide de las costumbres se está invirtiendo, y en ese inestable equilibrio, en el que el vértice superior va girando hacia la base, el mundo del teatro no resulta ajeno, ayudando a subrayar el abismo que separa a la sociedad de la realidad. Aquí mismo, en Zamora, el número de cines y teatros llegará a igualarse, un año de estos, cuando, por fin, sea inaugurado el Teatro Ramos Carrión.

A lo que íbamos, que para los aficionados a las artes escénicas es esta una época propicia para ponerse al día en dramaturgia clásica, moderna, experimental y mediopensionista, y para la gente de la farándula una oportunidad de poder seguir tirando adelante aprovechando el escaparate que ofrecen las salas alternativas, en espera de poder dar el salto hacia metas mayores.

Quede para los sociólogos el análisis pormenorizado de los porqués, aunque resulte evidente que el hecho que el cine pueda ser consumido de manera doméstica, en contraposición con el teatro que obliga a ir a verlo a una sala, hace que, a diferencia de los pantalones grises, el teatro no sirva para ponérselo con cualquier tipo de chaqueta.