Durante las últimas semanas hemos podido contemplar un espectáculo grandioso donde la juventud es el único protagonista, nos devuelve el entusiasmo por la vida y la fe en las generaciones que vienen pisando fuerte.

Hemos contemplado embelesados los triples saltos mortales de Simone Biles, la estrella de los Juegos Olímpicos, la gimnasta número uno del mundo. La chica es pequeña de estatura, no sigue la norma de las modelos, pero sus huesos parecen de goma y sus músculos de acero. Desafía con gracia la ley de la gravedad. El público se queda anonadado.

Estamos ante un típico producto típico del "sueño americano", que consiste en llegar al ápice de la escala social desde el origen más humilde, ejercitando el espíritu de superación. En efecto, Simone es mujer, negra y proviene de lo que se llama un hogar desestructurado. No conoció a su padre, y su madre, alcohólica y drogadicta, la abandonó. Sus abuelos la recogieron e hicieron de magníficos padres adoptivos, de verdaderos padres. Luego se introdujo la oportunidad de la escuela norteamericana, donde se revelaron las extraordinarias dotes físicas y mentales de la muchacha. Se me olvidaba decir lo que ella ha dejado caer con naturalidad: que va a misa y reza el rosario. Imagino que, a partir de ahora, la práctica del rosario entre los católicos se convertirá en un signo de personalidad y un buen amuleto para el éxito.

"Nada triunfa tanto como el éxito", dicen los norteamericanos. Claro, que el éxito viene dado hoy por los medios de comunicación, convertidos en grandioso y universal espectáculo. No otra cosa son los Juegos Olímpicos. Es el verdadero progreso y la más grande lección de valores que podamos tener: el triunfo de los más débiles, pobres y marginados que ascienden gracias a sus dotes, disciplina y esfuerzo; el verdadero sentido del trabajo en equipo y el liderazgo; la emoción ligada a un himno o a una bandera; el valor de la centésimas, del milímetro y del segundo y sobretodo, lo efímero del deporte, tras largos años de horas y horas de duro entrenamiento y aprendizaje, los vemos despedirse a sus treinta y tantos años, con nombres que quedan para la historia como Usain Bolt y Michael Phelps. Los de Río van a ser los Juegos de los humildes, de las razas marginadas y de las mujeres, también de las españolas.

El deporte nos enseña a perder, porque un punto, un golpe, un suspiro, un instante, marcan la diferencia entre el éxito y el fracaso; también a ganar, porque muchas veces se gana aunque se pierda, por ese plus de suerte que acompaña al contrario, como vimos en el último partido que jugó Rafa Nadal en estos Olímpicos, Nadal, uno de los mejores tenistas de todos los tiempos, realizó un partido extraordinario frente a Del Potro y perdió por un punto, por esos milímetros que a su pelota le faltaron para superar la red, pero sin duda que para todos los que vimos ese partido, el ganador indudable era Nadal. Aprender a perder es la lección más grande de estos juegos, para aquellos que no alcanzaron el podio le recordaremos una frase: ""Quien da todo lo que tiene, no está obligado a dar más", llámase ese más sensación de frustración o de fracaso, y no se hicieron para ellos las palabras eliminación o derrota. Estar allí es ya un gran triunfo y todo juicio negativo que hagamos sobre nuestros deportistas es un insulto hacía su labor y la de cientos de personas que hacen grande el deporte de un país. Los Juegos Olímpicos nos dejan ese buen sabor de boca de haber visto lo mejor de cada deporte, a los mejores del mundo y ese lugar donde la confluyen la belleza, la fuerza, la destreza, la velocidad, la inteligencia se dan cita para proporcionarnos grandes emociones y la posibilidad de vivir la máxima experiencia deportiva de nuestro tiempo.