En estas fechas veraniegas Pajares de la Lampreana, como tantos pueblos zamoranos de la estepa cerealista, está lleno de gente joven. Las calles son un hervidero de bicicletas, manejadas a veces con habilidad circense. Varias decenas de chicos y chicas vivaquean por aquí y por allá, alegrando el vecindario. Tienen genes pajareses, aunque casi todos nacieron y viven habitualmente en Madrid, el Principado de Asturias y el País Vasco.

¿Qué les atrae a veranear en unos pueblos que no poseen, por lo general, paisaje más distintivo que unas tierras llanas, monótonas, en las que se alternan en estas fechas barbecheras y rastrojos? Sin lugar a dudas, el factor humano, familiares que se divierten en las fiestas patronales, muchas de ellas trasladadas a agosto, como sucede en Arquillinos con San Tirso.

Yo, que soy y me considero pajarés hasta los tuétanos, a pesar de algunos malentendidos pretéritos, observo estas correrías juveniles con satisfacción. Me pregunto en ocasiones por qué no es posible que este bullicio, estos griteríos y estas risas perduren en el tiempo. Las razones son obvias y tan poderosas como la superviviencia. La gente se fue -nos fuimos- de los pueblos porque en ellos no había posibles. No somos turistas, sino desplazados económicos.

Esto no impide que volvamos al pueblo a contemplar, oler y saborear estos paisajes, las casas de adobe, los rincones entrañables, los hogares donde nacimos. ¿Es que se trata de un lugar paradisíaco? No. Hay también sus más y sus menos, como en toda tierra de garbanzos. Sin embargo, existe una nueva relación entre algunas personas nativas pero dispersas fuera de la provincia zamorana y también con los censados aquí, aunque no sean familiares.

Por la noche se toma el fresco como antaño. Se forman grupos de vecinos y vecinas y salen a colación recuerdos del pasado, parentescos y problemas de actualidad. De cuando en cuando pasa una riada de niñas pulsando con los dedos en algún móvil y alguien comenta: "¡Parece mentira que en estos chismes se metan tantas cosas! Si nuestras padres levantaran la cabeza, les daba un telele".

Ya escribí en una ocasión sobre las mujeres que andaban al tito. Algunas de ellas caminan apoyadas en un bastón; son las secuelas de aquellas duras e interminables labores entre vacas lecheras, marranas de cría, siega de garbanzos y acarreo muchas horas antes de que los gallos "quebraran los albores". A veces hablan de ello con toda naturalidad, porque era lo que había en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. No alardean de nada, salvo de haber hecho lo que tenían que hacer.

Salen a pasear todas las noches por algunas calles del pueblo para cumplir con el ritual de lo que alguien ha llamado con humor "ruta del colesterol". Unas llevan marcapasos; otras están operadas de las rodillas o de la cadera. Después se sientan en unos bancos a tomar el fresco y parlotear hasta la media noche.

No es la suya una tertulia intrascendente. En ocasiones se aprende más oyéndolas que escuchando en televisión a contertulinos -políticos, analistas y periodistas- que opinan de lo humano y de lo divino con soberbio desparpajo.

Es muy inteligente la gente de los pueblos y goza de una memoria prodigiosa. Ha heredado y cultivado una sabiduría que, como los personajes del famoso drama de Luigi Pirandello, está esperando un autor. Opina, pero no se cree en posesión de la verdad.

Amenizan las noches agosteñas estas personas, que ya dejaron muy atrás el medio siglo, con antiguas historias y nuevas ocurrencias. Mientras tanto, la chiquillería sigue correteando en sus bicicletas o envía watsapp a amigos lejanos para decirles que en el pueblo lo están pasando guay. Ellos, efectivamente, lo pasan muy bien, pero también los residentes que mantienen vivo un pasado que se resiste a fenecer.