Estamos siempre remitiéndonos a episodios contemporáneos aunque son ya del pasado siglo, pero son los que están más a mano y se dejan observar mostrando las entretelas de la historia de nuestra ciudad. Una historia que vivimos casi siempre, como impuesta de manera rígida, seguramente por el desequilibrio de fuerzas en conflicto, entre el imperio del poder y una borrosa y desorganizada opinión pública y que hacía que cuando llegábamos a protestar estaba ya todo decidido. Por eso cuando empiezan a aparecer en liza, nuevas opiniones en torno a la ciudad, generadas por grupos capaces de plantear líneas de trabajo en la búsqueda y definición de objetivos y que respondan a las demandas reales de la propia ciudad no podemos por menos de abrigar esperanzas de que algún día se pueda alcanzarse una gestión consensuada y participada de la ciudad.

Ahora, con el caso del Museo de la Semana Santa que se agita públicamente bajo los argumentos terminantes de su Junta, la intervención del Foro Ciudadano ha tenido la virtud de colocar en sus justos términos; unas demandas que, si tienen solución, deberán serlo guardando el respeto al marco de la estructura urbana existente. La pretensión de ocupar un espacio público, asignado como equipamiento de parque sería un motivo de escándalo en cualquier ciudad. Aquí se ve con cierta indiferencia. Pero sin duda hay que defender la supervivencia del parque aunque el tono perentorio de los promotores de la idea lo vean con toda naturalidad. Incluso es insólito el hecho de que se haya pedido la opinión a la Junta de Castilla y León, como si el Ayuntamiento no tuviese potestad de decisión suficiente.

El trasfondo de esta situación es el reflejo de la escasa importancia que se le da a la configuración histórica de la propia ciudad y de ahí procede la ligereza con se procede a la hora de hacer cambios en usos y edificaciones de forma tan arbitraria. Este desparpajo viene alimentado por el convencimiento general de que la ciudad antigua no está en las prioridades de los círculos de la opinión pública y que influye en el propio poder. Porque ahora, lo que acucia son los problemas puntuales de los barrios y desenredar los líos que las recientes extensiones urbanas previstas por los planes cargan sobre los responsables municipales. Todo ello no ha impedido que se haya ido consumando el vaciamento de la ciudad antigua dejándola reducida a poco más que a un juego de elementos escénicos.

No nos puede servir de consuelo que esta parte de ciudad desprovista de vida comparta su incierto destino con tantas ciudades de Europa. La diferencia es que en estas se ha cuidado su patrimonio monumental, a pesar de que sus ciudadanos se quejen de que sus viejos conjuntos sean ahora lugares cargados de edificios insignes, hasta convertirse en ciudades fetiche, incompatibles para el desarrollo de formas de la vida cotidiana de sus habitantes, inmersos en agobiantes ciudades-museo. Aquí, en cambio parece ser que la vieja ciudad se vea preparada de forma principal para sufrir la máquina de tipo especulativo responsable de todos los cambios que se han producido en esta cuidado en el mejor de los casos sea el destino de instituciones o equipamientos sembrados a voleo, en planes con mas imaginación que con bases reales. En vez de planificar y prever el destino de instituciones comprometidas y abandonadas a su suerte, ahí siguen esperando el Museo de Baltasar Lobo, el Museo Catedralicio, el Conservatorio de Música, etc. Y todo ello descuidando las medidas alternativas que podrían parar el destino funeral de esta desamparada ciudad. Y que consistirían en programas de rehabilitación de viviendas o el de incluir tipos de equipamiento que un nuevo empuje a las actividades en el vecindario y hagan más atractivos estos entornos históricos.

Nos quejábamos los jóvenes hace años de que la fábrica pétrea de un convento era un estorbo visual y contradictorio para el paseo cotidiano que era cita obligada en la calle de Santa Clara. Era una ocasión para sacar una buena tajada especulativa, por la gran superficie del solar y para remediar el conflicto se llama a un ilustre arquitecto que oficie el sacrificio de borrar el edificio del mapa. Tenía una preciosa capilla barroca. En el extremo opuesto de la ciudad, y después de pasado medio siglo, se llama a otro ilustre arquitecto para que diseñe otro edificio tan hermético como el de las monjas, el Consejo Consultivo. La tarea de los arquitectos cumplió sobradamente con los encargos. Pero las demandas de la calle Santa Clara quedaron adormecidas ante el nuevo edificio de la Rúa de los Francos. Ahora ya no podrá aspirar a acompañar el paseo de los jóvenes. No hemos sido capaces de interpretar las demandas del ente en el que se desarrollan nuestras vidas, más allá del portal de nuestra vivienda. ¿O seguiremos haciendo oídos sordos a las demandas de la ciudad ?